Mural para los difuntos

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Cuenta la leyenda que el día 2 de noviembre de 1896 hubo dos muertes en la ciudad: una fue de una mujer pobre, la otra de un señor rico de origen alemán que tenía una botica.
El cuerpo de la mujer venía en un petate encima de los hombros de sus familiares que ya tenían rato caminando, mientras que el hombre rico iba en su carroza acompañado de sus deudos.
Las dos familias se dirigían a enterrar a sus fallecidos en ese día helado al panteón de Mezquitán, que abría sus puertas por primera vez y que por su apertura ofrecía que el primer entierro fuera gratuito y para la perpetuidad.
Se narra que las familias se enteraron que ese día no pagarían por los servicios del camposanto, se apuraron, pero la carroza llegó primero.
Los pobres que venían a pie tuvieron que pagar.
La historia de esas muertes que ilustra la división de las clases sociales en el inmenso mural que circunda al panteón. También hay leyendas, anécdotas e historias actuales. Una obra de arte para las ánimas del más allá.
La historia del mural comenzó a finales del año 2000, cuando el ayuntamiento de Guadalajara convocó a la ex Escuela de Artes Plásticas para que hicieran obras en las paredes, con el objetivo de disminuir el grafiti en la zona.
El maestro Sergio Murillo se encargó de hacer una selección entre los jóvenes universitarios. Cuatro estudiantes de quinto semestre resultaron los vencedores: Óscar Zumaya, Ricardo Solís, Martha García y Marita Terriquez. Su propuesta fue hacer una gran historia que rodeara el camposanto. Los jóvenes se documentaron de fotos antiguas para conocer las carrozas, las ropas y las costumbres de la época. Hablaron con los viejos del barrio para que les citaran anécdotas. En un principio había más de 60 jóvenes de servicio social que los ayudaban con los colores, luego en menos de seis meses se fueron marchando. Los cuatro jóvenes se quedaron solos para terminar la obra, una de las más grandes de Latinoamérica en el género del arte urbano.
Los cuatro tiraban andamios, los armaban, los pasaban por encima del pavimento mal hecho, se trepaban, pintaban grandes rostros, había mujeres llorando, ánimas en pena, las floristas del lugar.
Cuentan que la gente se acercaba para saludarlos, para ver si los pintaban, para pedirles vinílica y llenarse la cara de los tonos de las playeras de su equipo de futbol. Posaban como modelos. Para felicitarlos. Para despotricar contra los “grafiteros” o animarlos en su trabajo. Se creó una gran dinámica social, coincidieron los artistas.
Sin embargo, el cansancio les llegaba cada vez más rápido. El ayuntamiento les daba el dinero a cuenta gotas. Además, por su inexperiencia habían pedido a las autoridades una cantidad mínima de 80 mil pesos para el inmenso e interminable trabajo que se alargó por cinco años.
Los jóvenes salían de su escuela e iban por la pintura acrílica (el único pigmento que es resistente a la humedad) para colorear lo blanco de las paredes, veían los bocetos cuadriculados de Zumaya y los pasaban a gran escala, los trazaban con carboncillo, luego venía la mancha, los ajustes y poco a poco la obra se vio terminada.
Ricardo Solís recuerda: “Nosotros no teníamos idea, pedimos 80 mil pesos y pues pintura profesional no era, no tuvimos asesoría adecuada por parte de los maestros, no teníamos idea de cómo cobrar, nadie nos ayudaba a cargar andamios. Fue un desgaste psicológico muy fuerte.
Siempre pensamos que la obra iba a ser efímera, que iba a tener una duración de cinco años, pero ha aguantado más, aunque ahora la vemos muy descuidada. Lo importante fue que conocimos acerca de la experiencia logística y que generamos una dinámica social muy fuerte”
Marita Terriquez explicoó: “Nosotros desconocíamos cómo era trabajar en un espacio de gobierno, no sabíamos cómo justificar el dinero que necesitábamos para la compra de los lonches y agua. De repente se acaba en las pinturas y había que esperar a que nos dieran dinero, incluso la bodega donde guardaban los andamios y el material se quemó y tuvimos que quedarnos a que autorizaran otra partida o para el material”.
Terriquez relató que luego de terminada la obra, se enteró que los grafiteros de la zona hicieron un pacto de respetar el mural, sin embargo, esa generación cambió y ahora los nuevos amantes de las pintas lo han “intervenido”.
Marita estuvo de acuerdo que el grafiti se posesionara de la obra. “Los grafiteros merecen mucho más ser vistos, corresponden más con los tiempos actuales, porque los murales, que iniciaron como una manera de protesta y de comunicarse con el pueblo, se han convertido en una manera de adoctrinar a la sociedad, los murales se han convertido en algo anacrónico”.
Sergio Murillo y Ricardo Solís coincidieron con Marita Terriquez: el grafiti está cubriendo la necesidad actual de un arte callejero que el mural dejó de lado.
Parece que el gran mural de Mezquitán, ubicado en la Avenida Federalismo está cercano a su muerte. Sus creadores lo pronosticaron desde su inicio, hace ocho años. Tal vez por eso le pintaron la muerte, para que se acostumbrara a ella.

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