Monstruos invisibles

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Es un cuarto en forma de L. Pequeño, denso, oscuro. Reúne acaso unos cuatro metros totales en todo el piso. No es muy alto: alrededor de un metro con 80 centímetros. Las paredes lucen invadidas por líneas, frases, dibujos hechos con marcadores de tinta resistente; el suelo, impenetrable, con un cúmulo de desperdicios sueltos al polvo. Y el poco aire: inflamado, putrefacto, insoportable. Increíble que en este reducido espacio hayan convivido los integrantes originales de Caifanes, con todo y sus gruñidos internos. De esta cueva salió gritando en una ocasión Pablito Molina de la banda argentina Todos tus muertos: “Todos están fumando la yerba santa”, y luego su risilla… ji ji ji. En este mismo cuarto estuvo Thom Yorke con Radiohead, Manu Chao con Mano Negra, la sombra de Christian Death. Una infinidad de agrupaciones –de innumerables géneros del rock– nacionales y extranjeras.
Este hueco podrido, ubicado debajo del escenario del Centro Cultural Roxy –Mezquitán 80–, solía ser el corazón de todo el recinto, sitio que en los palacios de la imaginación podía verse escurrir fragancias placenteras, un paraje exclusivo dispuesto para abandonar la postura y soltar a la bestia dormida del alma: alcohol, humo y quizá sexo, para doblegar al espíritu demasiado sólido por tragar tanta ciudad.
Pero hoy es distinto. La imaginación ha derrocado los palacios del placer y ha despertado a los muertos.
Hoy, lo que un día fue el camerino, antesala del éxtasis sobrehumano, es la fuente envenenada que turba la psique de Jesús Camarena, nuevo inquilino del lugar. De aquí salen monstruos etéreos que invaden cada rincón del Roxy, para destrozar la estabilidad de Jesús y su pareja, jóvenes padres de dos niñas, y otra familia. Fantasmas que corren sobre tarimas de madera, retumban contra el cemento postes de hierro, lanzan piedrecillas contra el cuerpo e incluso llaman a los vivos por sus nombres.
El corazón del Roxy se ha vuelto oscuro y mustio, bombeando fantasmas de un pasado estridente a los nuevos habitantes del antiguo templo del rock en Guadalajara, ahora en ruinas.
“Éste es el lugar más denso”, explica Jesús al descender las escaleras que llevan al fondo del escenario. Telarañas, moscas y nubes malolientes dan la bienvenida. “Imagínate las chingaderas que se hicieron aquí”, dice casi con enojo cuando toca el subterráneo y fija la vista sobre las paredes secas. “¿Cuántos grupos satánicos no vinieron aquí?… este lugar está cargadito”, escupe contra nosotros, mientras el fotógrafo Francisco Quirarte absorbe el lugar con su lente.
Jesús trabajó en el Roxy en su época de bonanza –presume haber dado al lugar el último brochazo de pintura–. Ahora comparte sus entrañas con moradores inmateriales, que lo obligan a decir que está por huir de ahí en cualquier momento. Eso, y el constante derrumbe del edificio: “De las lluvias no pasa”, asegura confiado.
El corazón del sitio muestra las manchas de su pasado: una hoja de marihuana dibujada junto a una vulva en la pared, los nombres de distintas bandas. Hay hasta un Fors: una cucaracha gigante trazada con líneas negras. En una de las esquinas, una tina para hielos y cervezas, vacía y polvorienta.
Eso de los monstruos invisibles: quizá un linaje de ratas recluidas en la miserable oscuridad debajo del escenario, imposible de alcanzar sin arrastrarse entre cerveza vieja, desechos y excremento.

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