Mirar debajo del tapete

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No han pasado dos páginas del extraordinario libro que recoge esas raras sesiones donde el escritor Thomas Bernhard habla ante el periodista Kurt Hofmann, cuando el eremita austriaco suelta aquello de que “las narraciones son como una carpeta sucia que se sacude en la cara de una persona”. Leer los diarios de un escritor es cometer un delito doble, el del voyeur y el del cobarde. Pasen y lean, sientan la incomodidad y el fulgor, las entrañas de la obra literaria.

Donde un voyeur se convierte en cómplice del crimen
Ya hemos avanzado mucho dentro del diario de Alejandra Pizarnik, tanto como la página 130, cuando leemos en la entrada del 21 de diciembre de 1958: “Me compré un espejo muy grande. Me contemplé y descubrí que el rostro que debería tener está detrás —aprisionado— del que tengo.” Nos resulta imposible no pensar que Alejandra está viendo no su rostro, sino el nuestro. Entrevemos en esta cadena de confesiones y simulacros poéticos que ese espejo al que Pizarnik alude una y otra vez refleja nuestro rostro, porque nadie como la poeta argentina ha sabido decir nosotros. Hemos comprendido en ese momento algo que Pizarnik escribirá el 30 de diciembre de 1962: “Yo pensé que tal vez la poesía sirve para esto, para que en una noche lluviosa y helada alguien vea escrito en unas líneas su confusión inenarrable y su dolor”.
De los diarios que se han escrito, el de Alejandra Pizarnik encuentra su hermano más parecido en el de Ana Frank, a ambos les invade una melancolía intrínseca y matizada con toda la esperanza que la palabra escrita puede llevar a una hoja en blanco. Ahí donde la niña judía describe escenas y por la acción de su pluma se inventa como narradora, la joven argentina —judía también— tropieza consigo misma, busca en las calles, en las personas y en los libros la confirmación de su vocación literaria. Allá donde las ausencias espectrales en el diario de Frank dibujan mejor que cualquier descripción la amenaza fascista que la persigue, el diario de Pizarnik agota todos los recursos en la descripción de su melancolía que en algunos momentos se convierte en “sensaciones de muerte inminente” y en otros en la decisión de mirar, hasta la que “mirada se pulverice”.
Alejandra se contradice, su diario es uno que no esconde las cañerías, los vericuetos mentales de su autor. La última entrada de su diario lo atestigua el 4 de diciembre de 1971: “Heme aquí, escribiendo en mi diario, por más que sé que no debe de ser así, que no debo escribir mi diario”. Sólo honraba, sin recordarlo quizá, la verdad encontrada el 10 de enero de 1961: “Todo libro importante parte de las obsesiones de su autor”. Los diarios de Pizarnik nos dejan la rara sensación de haber presenciado el ardor del fénix, sin sentir culpa alguna.
Diarios misántropos
Witold Gombrowicz vivió en Argentina (la historia de su arribo a Buenos Aires sólo tiene parangón con la azarosa llegada a Guadalajara de Pedro Garfias), ahí publicó las obras que le dieron fama. Ahí las escribió al tiempo que daba a la imprenta sus diarios. Y con él podemos aprender algo más acerca de la naturaleza meta literaria de los diarios de escritores: “Escribo este diario con desgana. Su insincera sinceridad me fatiga. ¿Para quién escribo? Si es para mí mismo, ¿por qué lo mando a la imprenta? Y si es para el lector, ¿por qué hago como si hablara conmigo mismo? ¿Hablas a ti mismo de tal manera que te oigan los demás?”.
John Cheever, escritor norteamericano no debió sentirse lejos de este impulso. Sin embargo, en él la grafomanía devela a un literato en estado puro, como apunta su hijo Benjamin Cheever en el prólogo de los diarios: “Sé que a ciertas personas les asusta escribir cartas comerciales porque se encontrarán y revelarán a sí mismas, solía decir con desdén. Ahora comprendo que ese desdén iba dirigido a sí mismo. Era incapaz de escribir una postal sin encontrarse, pero no por ello dejaba de escribirla. Se encontraba consigo mismo, se transformaba y el destinatario recibía una postal de miedo”. La publicación de los diarios de Cheever causó revuelo en el mundo literario, sus opiniones sobre los escritores que le frecuentaron, pero sobre todo sobre sus hijos y las declaraciones de abierta bisexualidad que hacía en ellos no dejaron indiferente a un medio literario que le negó siempre el estatus de intelectual a favor de una imagen de escritor de coctel.
En los diarios de Cheever conviven juntos los apuntes biográficos y las descripciones dignas de sus mejores relatos, como la siguiente entrada sin fecha de finales de los cuarenta y principios de los cincuenta: “Mientras espero en uno de los pasillos del sótano del Saratoga Hospital para que me miren el pecho por rayos X, me siento exhausto y me pregunto cuándo volveré a encontrarme bien. Tengo la impresión de que toda mi vida es falsa, de que está mal construida, la estructura mal diseñada y situada en un lugar indebido. ¿Cuál es el premio de la virtud?, me pregunto.”
Menos misántropo que Gombrowicz, menos aún que Cheever, Sándor Márai escribió profesionalmente un diario lleno de invitaciones al diálogo y de apuntes intelectuales sobre el devenir del siglo que le tocó vivir. En la última entrada de sus diarios, el 15 de enero de 1989, con letra menuda y en húngaro perfecto escribe: “Estoy esperando el llamamiento a filas; no me doy prisa, pero tampoco quiero aplazar nada por culpa de mis dudas. Ha llegado la hora.” Sándor Márai se suicidaría el 21 de febrero de ese mismo año. Un disparo en la cabeza fue el punto final que eligió para su vida.
Habría que volver a la sentencia de Gombrowicz, ¿para quién escribe el demiurgo de los diarios? Esa respuesta inasible sostiene tensa la expectativa que nos mantiene como atentos lectores de cuanto los escritores desnudan en esas hojas emergentes.

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