Máscaras de tinta

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El kalós (bello) y el agathós (bueno) rigieron la concepción de normalidad en el ideal heleno. “Teniendo en cuenta este ideal, la civilización griega elaboró una extensa literatura sobre la relación entre fealdad física y fealdad moral”, escribe Umberto Eco en Historia de la fealdad.
En Latinoamérica, en nuestro tiempo, es muy peligrosa la asociación falaz (y racista) entre “morenos” y “malos” incluso entre “morenos-feos” y “víctimas”, aunque esta asociación entre atributos físicos y cualidades o defectos morales nace casi al mismo tiempo que la cultura occidental. Como lo ha señalado el especialista holandés en análisis crítico del discurso, Teun A. van Dijk, en Latinoamérica existe “una atención muy prominente a la delincuencia cometida por los grupos minoritarios y también a la delincuencia en general”. Esto queda de manifiesto en el documental que inauguró la exposición La vida loca, del cineasta y fotógrafo franco-español Christian Poveda, que se exhibe hasta el 9 de febrero en la Alianza Francesa.
Durante las redadas hacia miembros de las diferentes maras (en especial contra la famosa “18”), la policía detiene a todo el que se encuentra en su camino. En ropa interior y con el rostro abotagado por el sueño, los detenidos además de los rasgos indígenas y el color moreno de su piel, ostentan una señal que los “ficha” y que los distingue del resto de la población. Como marcas de guerra, los tatuajes ocupan el pecho y las espaldas, los torsos y cuellos, y lo que puede ser más chocante para nosotros –por ser tabú–, el rostro. Un antifaz de tinta, con leyendas, con grecas, o simplemente con el número 18 como una máscara mortuoria que sellará los destinos de esta horda de jóvenes centroamericanos.
Víctimas y victimarios, la vida es loca porque es breve. Alcohol, droga, reggaeton, pistola en mano, la mirada vidriosa, la furia apenas contenida, de una fiesta al campo de batalla sólo hay unos pasos. La línea entre la vida y la muerte es delgada. En los testimonios de las cárceles, los maras se vanaglorian de sus crímenes. ¿Por qué estás aquí?, les pregunta Poveda. “Maté a tres”, dice una joven. ¿Y si sales, qué harás?, revira el documentalista. “Matar a más mierditas”, dice sin parpadear la entrevistada, con una ligera sonrisa. Y todos ellos, o muchos, arrastran abandonos, repatriaciones desde Estados Unidos, una historia familiar violenta, la pobreza como cieno de una realidad terrible de los barrios deprimidos de El Salvador, Nicaragua y Honduras.
En un velorio, al principio del documental La vida loca, que Poveda apenas terminó antes de ser asesinado por los maras en 2009, están algunas de las claves de esta tragedia silenciosa. Muerto un joven miembro de la “18”, sus colegas rodean el ataúd durante el entierro. Cantan una especie de nana que habla de la hermandad, de la pandilla, de los rivales, y más que nada, de la muerte. Todos parecen estar de acuerdo frente al cuerpo del amigo, de que simplemente se les adelantó unos días, que el destino tiene reservado para todos el mismo final. “¿Qué es el hombre sino una minúscula alma que mantiene en vida a un cadáver?”, escribió Malcolm Lowry.
Los maras, detrás de sus endebles corazas de tinta, esconden un cuerpo que ya se pudre, que parece añorar la tierra y el olvido.

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