Mansiones del crimen

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Cuando la corrupción, las condiciones insalubres, la burocracia y los juicios cuasi eternos formaban parte del día a día del sistema judicial de la Intendencia de Guadalajara, las cárceles de la región eran exuberantes recintos de expiación y castigo, o como describiera José Joaquín Fernández de Lizardi, “mansiones del crimen” a donde se entraba con vicios, uno que otro delito, y se salía —si se salía— como egresado de una escuela especializada en “iniquidad y malicia”.

Sin embargo, pese a lo que la experiencia dio como testimonio hacia finales del siglo XVIII y principios del XIX, lo cierto es que las leyes de la época concebían a las cárceles como “una casa pública destinada para la custodia y seguridad de los reos” mientras se resolvía la situación jurídica de un arrestado y no como lugares de castigo; algo de lo que da cuenta la investigadora Betania Rodríguez Pérez en el texto “Las cárceles de la Intendencia de Guadalajara: recintos de depósito, desorden y crimen en el caso del periodo virreinal (1780-1820)”, publicado en el número 12 de la revista Letras Históricas que edita la Universidad de Guadalajara.

En un sistema en el que el encarcelamiento se prolongaba incluso por años, antes de dictar sentencia, unos pocos años era tiempo suficiente para morir por las condiciones de insalubridad o riñas internas; o bien, tiempo de sobra para aprender todo aquello a lo que la convivencia diera lugar, en un espacio en el que coexistían desde los “paseadores nocturnos”, impúdicos enamorados que con sus caricias escandalizaban al vecindario y era precisamente su falta de moral y respeto por las buenas costumbres lo que los llevaba a prisión, pasando por los ebrios reincidentes que quedaban tirados en la vía pública, hasta “los homicidas alevosos, los ladrones, los contrabandistas y otros malhechores”, como explica Rodríguez Pérez.

Entre las medidas contempladas para hacer de las cárceles lugares de permanencia digna, estaban las de destinar una sección para los presos varones, una para las mujeres, otra para los aposentos de las autoridades —que vivían ahí—, otra que sirviera como recepción, una más para tomar declaraciones así como una capilla “donde además de celebrarse las ceremonias religiosas, permanecieran los reos condenados a muerte las últimas horas antes de su ejecución”. Pero las buenas intenciones se toparon de frente y sin reparos con las carencias económicas propias de un virreinato en crisis y, más tarde, con una lucha independentista en la que eran otras las prioridades. “Por ejemplo, de la cárcel de Guadalajara ubicada junto al Palacio de Gobierno, los registros indican que era un gran galerón sin muros de separación ni secciones definidas, excepto una zona donde estaban las autoridades”, comenta, además de que eran sitios de venta de bebidas alcohólicas (vender mezcal en ciertas cantidades y a un precio inferior que el comercial era legal), comercio ilegal de armas, así como recurrentes robos y homicidios, herencia de irregularidades que sobreviven al tiempo.

Cuando la embriaguez recurrente, las faltas a la moral, los robos, las deudas y la portación ilegal de armas blancas eran los delitos de todos los días, también lo eran los azotes, el encierro y la pena capital las principales imparticiones de justicia. Ésta última sólo en caso de homicidio alevoso donde —créase o no— por única ocasión, la embriaguez— penada en otros mucho contextos— fungía como atenuante de intencionalidad al punto que podía evitar una sentencia de muerte. No fue sino con la firma de la Constitución de Cádiz en 1812 que esta pena se prohibió “aunque existen registros de que siguió ejecutándose todavía en 1821” y los azotes dejaron de suministrarse como escarnio social en la vía pública, aunque seguían aplicándose al interior de las cárceles “en casos de robo o deudas”.

Y con todo, la ciudad Guadalajara era entonces el referente de seguridad en la intendencia —que abarcaba otros pueblos cercanos— de modo que las prisiones de Sayula, Tepic, Teocaltiche y San Cristóbal de la Barranca preferían enviar a algunos de sus reos peligrosos a la capital, para evitar fugas, uno de los grandes males producto de las deplorables condiciones arquitectónicas de varios edificios carcelarios, aun cuando ni la fuerte prisión de Guadalajara se salvaba de ello. El célebre caso de la fuga de doce reos, entre ellos el homicida Juan Crisóstomo Villaseñor, puso en entredicho la reputación del alcaide José Camarena, cuando se lo acusó de codicioso y corrupto por aceptar supuestos sobornos de los prisioneros para que, en lugar de transferirlos a los calabozos, los dejase indefinidamente en la sala con ventanas, cuyos barrotes fueron derribados al efectuar la fuga…

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