Lucian Freud: las conjeturas del cuerpo

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La carne, protagonista del siglo XX en publicidad, con modelos desnudos y esculpida en los gimnasios, nunca había sido confrontada en la historia del arte, al grado de despojarse sus capas íntimas merced a las miradas inquisidoras del espectador. De la mano izquierda de Lucian Freud surgieron los trazos que acabaron con toda sumisión de la carne para devolverle la dignidad primaria de la especie.
Freud (Berlín 1922–Londres 2011) emigró a los 10 años de edad a Inglaterra con su familia, tras la llegada de Hitler al poder. Asistió a la Central School of Arts and Crafts y luego a la East Anglian School of Painting and Drawing, bajo la dirección de Cedric Morris, artista admirado por el joven Lucian, nieto del fundador del psicoanálisis, Sigmund Freud, quien había propuesto que Más allá del principio del placer se hace presente el principio de realidad, es decir, la pulsión de la muerte, premisa que permeó sin dificultad hasta su descendiente.
Pero bajo la carne, la consciencia. Después de leves coqueteos con el surrealismo en obras como “La habitación del pintor”, Freud se lanzó a contracorriente: “Quería que las cosas resultaran más posibles que irracionales, en todo caso eliminando el aire surrealista”. Se situó entonces entre el existencialismo, expresionismo, realismo y lo figurativo, sin dejarse absorber por ninguno.
Los cuadros de Freud son golpes de realidad, contundentes e impúdicos, triunfo del sí-mismo desentrañado. Sus retratos emergen como copos de nieve incomparables en la unicidad de cada detalle. Desde lo diáfano puntilloso en “Muchacha con gatito” y “Muchacha con perro blanco” con su primera esposa, Kitty Garman, como modelo, hasta lo tenebroso en la carne magullada por las arrugas de su madre, a quien retrató numerosas veces o el implacable cuadro de la reina Isabel II anciana, con una corona de diamantes, pero sin mayor majestad que la amplitud de su frente.
A través del tiempo sus trazos se liberaron con pinceladas más amplias, texturas gruesas, ángulos y contornos sutiles, aunque agudos. El proceso obedece a la actitud emprendida en cada cuadro, honestidad y crudeza que persiguen como fin la verdad: “Existe una diferencia entre un hecho y la verdad. La verdad posee un elemento de revelación”, dice Freud. Lo verdadero revelado no en la situación, sino en la esencia.
Representante de la pintura británica reciente, junto a Frank Auerbach y Francis Bacon, de quienes hizo arrebatadores cuadros, redefinió al autorretrato para convertirlo en máximo ejercicio de temeridad e introspección, dejando al espectador con una ardua tarea estética, consciente de que “la manera en que las obras afectan al espectador tienen más que ver con su propia mirada que con la del pintor”.
La obra de Freud es “puramente autobiográfica”. Ahí los seres queridos existen, –flotan sustraídos a su sitio– absolutos; en cuadros en que el modelo no sólo posa, sino que se expone sin evasión. Son relaciones sólidas que adquieren grado de reconocimiento al contemplarse sobre el lienzo. Los decorados se simplifican, cuando no desaparecen, y dejan lugar al cuerpo.
Lo oculto, el archivo que es para Jacques Derrida una “cuestión del porvenir mismo, la cuestión de una respuesta”, lo devela Freud al reconstruir el reino de su memoria pintando lo que siente propio, tanto en otros como en sí mismo para, como afirma Foucault, “no hacer ver lo invisible, sino hacer ver hasta qué punto es invisible la invisibilidad de lo visible”.
Los desnudos de Lucian Freud desafían al deseo, aun sobre todo erotismo, obligan a ver más allá de la carne sin ropas, de la desproporción o simetría, alejándonos de la superficialidad con su maestría para retratar las profundidades de una cicatriz o un gesto, sin complejos ni adulaciones. Mientras que los rostros plasmados conmueven por su fragmentación, fuerzas tirantes que habitan bajo escasos milímetros de piel. Retratos que dan fe del encuentro inmisericorde entre modelo y pintor.
Como señala Vázquez Rocca, “para Freud las emociones son inú-tiles si no pasan por el filtro del escrutinio”. Frente a sus cuadros hay que acudir con ánimo de implicación, disponerse a una especie de ósmosis sensorial bajo el pertinaz flujo de miradas hacia el perfecto desasosiego.

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