Los versos del Cocodrilo

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Fue hablando de sí mismo, y encontrando el tono exacto de las pasiones colectivas, que Efraín Huerta logra conformarse como un poeta de múltiples registros, de variadas temáticas y formas diversas a lo largo de toda su obra. Se destaca por su particular voz en la vasta lírica nacional, por su profunda riqueza y pluralidad de temas abordados que le valieron, en todo caso, no pocos, sino casi un infinito de lectores.
Por orden cronológico perteneció a una generación en la que destacan José Revueltas y Octavio Paz. Se diferencia del último y se une al primero por su actitud ideológica (cercana a la colectividad que viaja en camión y recorre la Ciudad de México en Metro); se distancia del último por no sabemos exactamente cuáles razones. De Revueltas, a pregunta directa le dijo a Cristina Pacheco en una entrevista realizada en 1978 que lo había conocido en 1934 a su regreso de la URSS, y “desde entonces fuimos entrañables amigos…”; del segundo guardó un profundo silencio y solamente atinó a responder sobre sus fuertes críticas a los integrantes del grupo de los Contemporáneos que había hecho desde la trinchera del diario El Nacional. “Yo era un tonto y un irrespetuoso con los Contemporáneos y los atacaba mucho” —dijo. Lo cierto es que Huerta y Paz fueron parte de una revista legendaria que circuló bajo el nombre de Taller poético, luego llamada simplemente Taller, que fue otra y quizá la misma, durante los años treinta del siglo pasado.
Uno amparado por los Contemporáneos (Paz) y el otro distante y crítico de los mismos (Huerta), bifurcaron de cierta manera a los primero pocos y, luego muchos, lectores del país. Octavio Paz se volvió un exquisito y Efraín Huerta consideró andar las calles y de allí recoger el lenguaje y algunos de los temas que lograron su visión sobre el arte poético y su proceder ante la poesía.
Huerta de algún modo volvió poema los espacios públicos y se acercó, de manera contundente, a aquellos seres anónimos que ejercieron la gran ciudad y la volvieron propia.
Martí Soler entregó para el Fondo de Cultura Económica, en 1988, el completo huerto de Efraín; el grueso tomo de la Poesía completa abre la posibilidad de ver el diverso bosque: hay algunos claros donde el sol baja rotundo hasta nuestro cuerpo y nos entusiasma y, a veces, nos hace alejarnos del punto y buscar mejores sombras de árboles.
Esos espacios incluyen, por otra parte, a la ciudad y sus avenidas. Es allí donde paro y me regocijo. Poeta del amor y lo social, en lo personal me encuentro mejor en aquellos poemas donde se aleja de la influencia de la poesía de Neruda, o de los integrantes de la Generación del 27 española, de los poemas panfletarios, de su poesía cívica, de los que hablan de Stalin, de Blanca Estela Pavón, de Franklin Delano Roosevelt, de Yugoslavia, de la Unión Soviética… y me abrazo con fuerza a Los hombres al alba (1944); estoy mejor en aquellos poemas donde Efraín Huerta se vuelve una especie de cronista-poeta de la Ciudad de México (o de cualquier ciudad del mundo) en textos memorables para mí, como el de “Avenida Juárez”, “Declaración de odio”, “Responso por un poeta descuartizado”, y sobre todo me abandono totalmente a “La muchacha ebria”:

Este lánguido caer en brazos
de una desconocida,
esta brutal tarea de pisotear
mariposas y sombras y cadáveres;
este pensarse árbol, botella
o chorro de alcohol,
huella de pie dormido, navaja
verde o negra;
este instante durísimo en que una
muchacha grita,
gesticula y sueña por una virtud
que nunca fue la suya.
Todo esto no es sino la noche,
sino la noche grávida de sangre y leche…

Donde encuentro reminiscencias de García Lorca y su Poeta en Nueva York, en su rabia por una realidad que duele, y que Huerta muerde con sus dientes de Cocodrilo —como le llamaron cariñosamente sus amigos, aquellos que en verdad lo amaron…
Efraín Huerta fue también un enorme periodista, especializado en cine; alguien debería reunir sus trabajos para lograr tener —sus lectores— una perspectiva más amplia del poeta.

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