Los sombreros del señor Waits

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Glenn O’Brien, en una entrevista realizada al cantante en 1985, afirma que la voz de Tom Waits es una que “podría guiar barcos a través de una densa niebla”, definición impecable a la cual se le podría agregar que, por ingénita, es de una particular tesitura imposible de confundir y, por eso, capaz de tutelarnos durante una posible zozobra en las implacables aguas, para llevarnos a tierra firme. Del celaje aparecería, entonces, la silueta de Tom. Su figura recordaría a la de un aldeano, a la de un cura recién llegado al pueblo. Obligados estaríamos, entonces, a definir qué conforma la distinción de su presencia. Seguro nos arrobaría su garbo, en un tiempo donde la elegancia está en decadencia.
Lo primero que me chocó al desembarcar en América —ha dicho Oscar Wilde en un ensayo escrito en 1887— fue que, así como los americanos no son los hombres más elegantes del mundo, son, indudablemente, los que van más confortablemente vestidos. Se ven individuos con ese horrible tubo de chimenea; pero hay poquísimos que no lleven sombrero.
Hoy que los sombreros se han vuelto moda, es conveniente recordar que no siempre fue así, pues las sociedades anteriores a la nuestra los llevaban y, aunque no siempre eran competencia de la persona, su uso se fue extinguiendo durante el tiempo. En México, como en otras partes del mundo, el sombrero fue de uso común no solamente entre la burguesía o la élite política, sino también entre la población en general: distinguía el tipo de sombrero el estrato social del que provenían. En la novela La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán —como lo advierte Margo Glanz en espléndido texto— “Los sombreros definen los rostros”. Y más adelante: “Y cuando se trata de matar a un hombre no se le reconoce por su nombre sino por el color del sombrero”.
En la actualidad el uso de los sombreros parecería un hecho snob, y en realidad lo es. Pero habría que hacer una distinción pertinente: una locuaz mujer madura, no hace mucho —en la ciudad de Mérida— me ha dicho algo que viene al caso. Ella de pronto se detuvo a la mitad del portal. Me miró de arriba a abajo y expresó: “Cuando uno usa un sombrero, debe saber con toda claridad si es el sombrero el que hace a la persona, o es la persona la que hace al sombrero…”. Su noción de estética, ligada a la persona, de inmediato me llevó a recordar a Tom Waits.
Me dije: Waits es una voz, un traje, una guitarra, un sombrero. Y es impensable no imaginar el polvo dispuesto en su sombrero, recogido a la orilla de los caminos. Uno siempre al mirar sus fotografías o disfrutar de algún video sabe que sí, que Tom siempre está de viaje, o en todo caso, llegando al pueblo después de un largo viaje donde lo único que lo ha salvado —como bien podría salvarnos a todos—, es su voz, una que “podría guiar barcos a través de una densa niebla”.
El perturbador viajero salido del celaje nació en Pomona, en California (1949); desde los 17 años comenzó a trabajar en cabarets de Los íngeles y en 1973 grabó su primer disco (Closing time); luego, en 1975, con Nighthawks at the diner, se elevó hasta convertirse en el personaje histriónico y delirante que es.

En un sueño con Waits
En una prolongada curva un hombre sube de un solo salto al tren. Viste un raído traje tan oscuro como la noche, y un sombrero de fieltro. Lo miro asombrado. Pero hasta ahora él no sabe que yo estoy a su lado: la oscuridad me cubre. Él jadea. Tose. Carraspea. Un hilo de luz —surgido de un rápido poste de luz eléctrica, que anuncia el paso por algún perdido pueblo del sur de California— me permite distinguirlo; en silueta lo ilumina de pronto.
Busca entre sus ropas. Lo escucho sorber borbotones de una botella de licor. Enciende un fósforo y miro su rostro como revelado de un mal sueño: su figura se alarga hasta elevarse al techo. Da una profunda chupada al cigarrillo y la brasa lo vuelve a repetir.
—¿A dónde vas? —le digo.
Y el hombre pega un salto que lo lleva al filo de la entrada del vagón y casi cae.
—¡De dónde putas saliste, pendejo! —vocifera.
—Yo ya estaba aquí antes de que tú subieras —le digo.
—Casi logras que me cague —espeta.
Yo trato de aguantarme la risa, porque su expresión me ha puesto hilarante. Tanto, que no logro responder.
Ya más calmado, y volviendo a beber de la botella dice:
—Voy a Tijuana. ¿Y tú?
—A cualquier parte…
—Ah… —dice y se pone a canturrear una canción.
(Mi padre era profesor de español. Cuando tenía diez años vivimos unos cinco meses en una granja de pollos de la Baja California. Pasé mucho tiempo en México, pero ahora casi nunca voy…).
—¿Eres Tom Waits? —le pregunto reconociendo su voz. Y un largo silencio se abre por unos minutos, roto intempestivamente por un pitido del tren.
—¿Cómo sabes mi nombre? —dice—. ¿Qué haces aquí conmigo? ¿Yo a dónde voy?
—Me acabas de decir que a Tijuana…
—¿A Tijuana?
(No sé dónde vivo. Ciudadano del mundo. Vivo para la aventura y para escuchar lamentaciones de las mujeres… Me he desarraigado mucho. Soy como uno de esos vendedores ambulantes…)
—Yo aquí me bajo —grita tratando de disminuir el ruido del ferrocarril que avanza a toda prisa—. No viajo con pendejos. Siempre voy solo a todas partes…
Y salta al vacío. Lo miro hundirse en la oscuridad ante mi asombro… luego lo veo surgir de entre la niebla bailando como un desquiciado y muerto de risa. En sus manos trae un megáfono desde donde surge su voz:
(Estaba en el agua, me llegaba hasta el pecho, era verano y estaba en una parte más profunda de la que debía, y tuve esa sensación de cuando estás en la playa y empieza a anochecer y sabes que debes volver. Una neblina cubría aquella parte del mar; esto ocurrió en México. Tenía siete años y habíamos ido hasta allí en una caravana. Y un barco pirata, un enorme barco pirata surgió de la niebla. Estaba lo bastante cerca como para tocar la proa del barco, donde había un cañón; salía humo de las velas, que estaban ardiendo, y había piratas muertos colgando del mástil y caídos sobre la cubierta. Y me quedé quieto, me quedé quieto. Porque era consciente de lo que estaba viendo. Surgió la niebla, y alcancé a tocarlo, y entonces dio la vuelta y volvió hacia la niebla hasta desaparecer…)
—¡Hay dos cosas que hago solo: viajar y soñar. No acepto compañía!
—¡¿Pero sí eres Tom Waits?! —le grito. Ahora el tren corre en cámara lenta y hay luces que provienen de algún poblado, así que alcanzo a verlo con claridad.
—¡Te diré quién soy! —y yo espero escuchar su confirmación a mi pregunta, pero lo que él hace es bajarse los pantalones y enseñarme el culo.
—¡Tú eres tan malo como yo! —le vuelvo a gritar.
Se vuelve para mirarme y levanta su mano derecha para lanzarme una señal obscena en respuesta.
Despierto. Es la madrugada del 31 de octubre de 2011. Estoy en Tonalá. La niebla surge de entre los árboles del pequeño bosque que miro por la ventana. En el cielo hay una pequeña luna.

Malo como yo
Me levanto y hago rodar Bad as me, el más reciente disco de Tom Waits. Resulta una experiencia singular escucharlo. Es curioso: los críticos le exigen “vuelva a la senda de la destrucción sonora y deje de imitarse a sí mismo”, pero no han notado que es una forma de llevar a los nuevos melómanos a sus mejores obras. Este disco es, en todo caso, una recuperación de los registros auditivos del compositor, músico y cantante californiano.
Lo mejor de Waits se halla en Bone Machine (1992), The black rider (1993), Beautiful maladies (1998) y Mule variations (1999) —mi preferido. Para los nuevos en la experiencia de escuchar a Waits es recomendable acompañar el audio con la lectura del libro Tom Waits. Conversaciones, entrevistas y opiniones, de Mac Montandon (Globalrhythm, 2008) —las citas en cursivas de este escrito se tomaron de aquí—, que recupera un amplio surtido de las palabras de este picaresco artista.
Los rigoristas le demandan demasiado al histrión, y han declarado que en Bad as me solamente han encontrado “baladas sinfónicas, similares a las de sus primeros discos”. Le piden vaya más allá de Bone Machine, al que consideran su mejor disco, y es, por cierto, a través del cual conocí al ingente Tom Waits.

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