Los Reyes de carbón

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Los Santos Reyes son de carbón: la pequeña calzada que entra y divide a Cajititlán en dos huele a eso, a carbón, a braza. Todos los puestos lo usan en medio de la algarabía que llega incesante de todos los rincones del paseo de los patronos. Parece que los “morenos” también son de carbón: su rostro de madera, con una expresión taciturna, oscura y con relieves áridos hace pensar que son demonios, demonios de carbón. Pero no. Son ellos los que provocan el bullicio con chicotazos y bailes que se estructuran en dos pasos hacia atrás y tres hacia delante, soltando una risa que les permite comunicarse entre ellos: “Uhh-jur-jur-jur”.

Daniel Alejandro es un “moreno”, un personaje caricaturesco que abre el camino de los Reyes. Tiene quince años vistiéndose así, con una túnica color púrpura y una Virgen de Guadalupe que cae sobre su espalda y centellea con el sol del mediodía. Cuando no es “moreno”, es profesor. Huicho en cambio es un niño. Tiene apenas cinco años y ahora le tocó vestirse de “moreno”, sus largas pestañas que salen de las hendiduras de la máscara de madera parpadean y una voz fresca sale del fondo y dice que va al kinder, que le gustan las estrellas y los colores.

A un costado del río de peregrinación que avanza por la calle Madero y que se abre paso con meneados morenos, está Robert. Vive en Cajititlán desde que tiene memoria, renta los baños de su finca en tres pesos. También vende churritos, dulces y aguas. “Este año veo menos gente, ayer sí hubo poquita más, pero en general se ve poca raza”. “Espera”, me dice y avanza a prisa con cierta dificultad por los pantalones bombachos y los zapatos blancos de puntas afiladas (un cliente necesita algo en el baño); regresa y se peina las puntas del cabello recién recortado y agrega: “Sabes, yo creo que lo que fregó fue lo de la laguna, aunque ya la limpiaron, la neta estaba bien cabrón, hasta acá llegaba la pestilencia. Bien machín que estaba”.

Como Robert, muchos comerciantes aprovechan las fiestas patronales para instalarse en su pueblo o viajar de manera casi nómada de fiesta en fiesta, buscando una forma de subsistencia económica, pues el dinero “se está poniendo escaso”, dice Robert.

Entre el barullo de gritos y plegarias caminan otros tantos que buscan hacer su enero, como el hombre que va llegando con un costal de tela al lomo, un bigote de cepillo y un violín en la mano que musicaliza el paso de los Reyes Magos. El hombre se llama Alfredo Segundo, llegó a Cajititlán desde temprano. En la calzada, donde se monta un pequeño tianguis, se queda su esposa con un puesto improvisado, él camina entre la gente, como pregonero de la música, y busca vender los instrumentos que él mismo fabrica.

“Valen baratos; este chiquito cuesta treintaicinco pesos y el grande se lo doy en cincuenta”. ¿Usted los hace? —le pregunto. “Claro, vale, y todos suenan, mire”, me responde al tiempo en que como un profesional, se echa el instrumento al cuello y sin distinción de si es un Stradivarius o uno hecho de madera y cáñamo, rasca las cuerdas con el arco. “Vengo desde Tonalá, aquí sacamos unos pesitos y luego que termine esto, nos vamos a otras fiestas, para el 16 empiezan las de Manalisco, es un pueblito allá por Yahualica, ya cuando todo se calma, pos nomás andamos en los tianguis”.

Luego de las vueltas que dan las imágenes de los santos que cargan oro, incienso y mirra, el humo del carbón sigue levantándose por el pueblo. También huele a carnitas que hierven en los litros de aceite que burbujean en los cazos y a gorditas de masa que se cuecen en los comales. Por la esquina del lugar pasan los Reyes, se tiende la alfombra roja donde los peregrinos se hincan para ser bendecidos. Bailan los “morenos”; se ríen o se hablan. Los danzantes también bailan, los fieles caminan y se aglutinan a la entrada de la vereda que lleva a la orilla del lago, aquel que en algún momento estuvo plagado de mojarras muertas y que hoy sólo espera santificarse con las imágenes de los patronos, que son tres y subirán a las lanchas que recorrerán el charco. Que santiguarán las aguas verdosas y regresarán a su trono en el templo, donde los magos cubren con su capa los deseos de los peregrinos, que llegan a Cajititlán cuando el pueblo huele a carbón.

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