Los primeros hombres en la Luna

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Tuve que recorrer largos pasillos saturados de oscuridad antes de resolver cuál sendero seguir. Luego, sonámbulo, requerí determinar, de entre cientos de puertas, cuál de ellas abrir.
Yo permanecía en un sueño profundo y, en determinado momento, escuché una voz de mujer que me nombraba. Seguí su insistente llamado hasta tropezar con una enorme claridad que ingresaba por los cristales de una breve portilla de metal.
—¡Ven, mira! —me exigió la mujer.
Lo que vi fue su oscura silueta. Después me desvanecí, deslumbrado por tanta la luz.
Me despabilé. Recuerdo haber dicho:

Ah, charco de luz en el patio,
luna líquida. Cielo en brumas.
Amanezco en medio de la nada, de la nada.
Voz distraída, húmeda y lánguida voz,
ven, cae en mí. Trae contigo los sueños, no
el sueño.
Se esparce el cuerpo de Dios…

La misma voz de mujer me narró, en 1989, un recuerdo de su padre.
Caminábamos por la avenida Juárez y fuimos a sentarnos en las bancas de cemento del Parque Revolución. Una leve llovizna mojaba nuestros rostros —era verano—, y quizás por ello no vi que lloraba cuando inició su historia:
Tenía cinco años cuando murió mi padre —me dijo—; unos días antes de su muerte, lo recuerdo bien, toda la familia nos sentamos con él frente al televisor. Una enorme Telefunken todavía en blanco y negro. Había estado enfermo por varios meses y se había entusiasmado porque se trasmitiría el viaje a la Luna y, además, el alunizaje. Vivíamos en la colonia Santa María la Rivera, en la Ciudad de México, y cada vez que iba al mercado de la mano de mi madre, todos hablaban —desde unos meses antes— de ello. Entonces vimos a través de la pantalla cómo los astronautas llegaban a la luna, pisaban el suelo lunar y luego dieron mensajes a la tierra sobre el viaje y su experiencia. Nunca me grabé lo que dijeron, pero sí recuerdo que los ojos de mi padre brillaron cuando, al finalizar la transmisión, nos dijo a todos.
—Después de haber visto la llegada del hombre a la Luna, ya me puedo morir.
Todos nos reímos de la “broma”; pero una semana después mi madre quedó viuda y nosotros, huérfanos de padre…
Fue entonces que vi resbalar de las blancas mejillas de la mujer el llanto. Caminamos en silencio hasta la avenida Alcalde y, de pronto, miré hacia el cielo. No recuerdo haber visto ninguna luz en lo alto, porque la lluvia caía más fuerte y tuve que apresurarme a tomar el último camión de la noche. Me llevó por sinuosos caminos hasta llegar a casa.
Ya recostado en mi cama intenté dormir; lo que hice fue cavilar largamente sobre el verano del cohete…

Informe de la expedición (desde la Tierra)
El 20 de julio del Año del Señor de 1969, al menos 500 millones de personas (algunos afirman que 600, y registran la cifra como un récord), se postraron frente al televisor, cual si se tratara de un dios.
Observaron el viaje y la llegada de nuestros hombres (Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins) a la Luna sin preguntarse nada. Sus ojos recibieron las imágenes y sus oídos escucharon las palabras. Nunca cuestionaron algo. Pocos en todo el orbe relacionaron el viaje espacial con los hechos políticos e históricos de la época.
Confirmo: se cumplieron las predicciones orwellianas, dispuestas en la novela 1984. La televisión ha triunfado.
Nadie recordó, ya frente a las pantallas, que el primer hombre en el espacio no había sido un norteamericano, sino el ruso Yuri Gagarin. Quien, se supone, en 1961 se sostuvo en órbita durante 108 minutos en el más lejano lugar de la Tierra, y en lo más alto del cielo hasta entonces visitado por un ser humano.
Sin embargo, también informo que en los últimos tiempos se han sumado un gran número de escépticos que se preguntan con insistencia si realmente —en ese año prodigioso— nuestros hombres pisaron el suelo lunar.
En contra de lo que vieron los crédulos padres —dicen—, existen versiones en contra, algunas con excelentes argumentos, que niegan el hecho. Algunos con sus “evidencias” hasta logran echar abajo lo que vio y escuchó todo el mundo en aquel último año del final de una loca y maravillosa década.
Algunos creen que todo se trató de una escenificación y que el acontecimiento fue realizado como una forma de mostrar el poderío tecnológico, pues ahora lo relacionan con el fracaso del presidente Kennedy de invadir Bahía de Cochinos, en Cuba, en 1961; y a su decidida orden de concretar el viaje al espacio lunar antes de que comenzara la década del 70.
Hay quienes afirman que nuestra proeza fue un distractor. Dicen que el viaje lo realizamos para desviar la mirada internacional sobre la encarnizada guerra de Vietnam. Y para fortalecer la Guerra Fría, que había comenzado para atemorizar a la Unión Soviética. Y que todo fue un juego de poder. Una lucha de la información. Una ventaja “supuesta” de avance tecnológico. Una afrenta al mundo y al bloque socialista, que hasta hace muy poco se desplomó, dejándonos sin motivos para las guerras contra países contrarios a nuestras ideologías, a nuestros motivos e intereses económicos y políticos.
Hay quienes comparan el efecto del viaje a la Luna con el “provocado” con la caída de las Torres Gemelas en Nueva York, pues afirman que lo último nos permitió la invasión a países de Medio Oriente. Y lo primero logró que pudiéramos continuar con la guerra en la selva de Vietnam…
Algunos han llegado afirmar que todo fue un armado mediático y el comienzo de una guerra fraticida en contra de quienes piensan distinto a nosotros. Pero nadie se atreve a dudar firmemente, porque en realidad no está dispuesto a creer…
El mundo se ha vuelto una paradoja.

La conquista del Universo
A la luz de la historia, descubrimos que el deseo de los hombres por despejar sus incógnitas sobre el origen de la humanidad es antiguo. Y sus misterios abarcan el Universo. Ya las civilizaciones antiguas nos ofrecen elementos para ver que la “Edad del Deseo” por descubrir nuevos mundos comienza desde que los hombres tuvieron conciencia de sí mismos. Los mayas nos dejaron testimonios visibles para saber que la astronomía —y su búsqueda en los cielos—, estaba muy ligada a ellos. Las sociedades modernas no han hecho sino seguir esa línea que ya se había prefigurado entre nuestros abuelos.
Desde la antigí¼edad, entonces, los seres humanos se han preguntado por su origen, y han buscado en los cielos ese “algo” que los inquieta, pero los misterios todavía están por corroborarse.
Nunca como en el siglo XX se ha indagado sobre el origen del Universo, pero aquí hay una distinción entre antiguos y modernos.
Nuestros antepasados otorgaron a la búsqueda un sentido espiritual y cosmogónico. Involucraban el espíritu y sus conocimientos matemáticos. Contrario a aquéllos, los hombres contemporáneos se empeñan más en lograr sus objetivos interestelares, y únicamente invierten sus conocimientos tecnológicos y han perdido el sentido del humanismo. Se olvidan que todo propósito del conocimiento tiene ligado el deseo de ser mejores personas, y eso nos ha llevado, como humanidad, al desconocimiento del ser.
Se podría decir que el esfuerzo invertido en su incansable deseo por conocer otros mundos, donde se coloca la Luna como principal objetivo, equivale al invertido por los griegos en su intento por conocerse a sí mismos y al hombre en general.
Actualmente toda conquista posible está en contra del propio hombre. Pocos beneficios se han logrado desde que, hace cuarenta años, el hombre pisó el suelo del satélite de la Tierra.
En cambio, todo el pensamiento generado en la antigua Grecia, aún hoy es de sumo provecho para la sociedad global.
De allí es propio distinguir no fueron los norteamericanos los primeros en estar en la luna, sino Luciano de Somosata, Luduvico Ariosto, Kepler, John Wilkins, Aulo Galio, Julio Verne… Pero, como ha dicho Jorge Luis Borges: “La razón es clara: para Luciano y para Ariosto, un viaje a la Luna era símbolo o arquetipo de lo imposible; para Kepler, ya era una posibilidad, como para nosotros”.

El verano del cohete*
RAY BRADBURY

Un minuto antes era invierno en Ohio; las puertas y las ventanas estaban cerradas, la escarcha empañaba los vidrios, los carámbanos bordeaban los techos, los niños esquiaban en las pendientes; las mujeres envueltas en abrigos de piel caminaban pesadamente por las calles heladas como grandes osos negros.
Y de pronto, una larga ola de calor atravesó el pueblo; una marea de aire cálido, como si alguien hubiera dejado abierta la puerta de un horno. El calor latió entre las casas y los arbustos y los niños. Los carámbanos cayeron, se quebraron y se fundieron. Las puertas se abrieron de par en par; las ventanas se levantaron; los niños se quitaron las ropas de lana; las mujeres guardaron en los armarios los disfraces de oso; la nieve se derritió, descubrieron los prados verdes y antiguos del último verano.
El verano del cohete. Las palabras corrieron de boca en boca por las casas abiertas y ventiladas. El verano del cohete. El caluroso aire desértico cambió los dibujos de la escarcha en los vidrios, borrando la obra de arte. Los esquís y los trineos fueron de pronto inútiles. La nieve, que caía sobre el pueblo desde los cielos helados, llegaba al suelo transformada en lluvia tórrida.
El verano del cohete. La gente se asomaba a los porches goteantes y observaba el cielo, cada vez más rojo.
El cohete, instalado en la plataforma de lanzamiento, soplaba rosadas nubes de fuego y calor de horno. El cohete se alzaba en la fría mañana de invierno, creaba verano con cada aliento de los poderosos escapes. El cohete transformaba los climas, y durante unos instantes fue verano en la Tierra…

* “El verano del cohete” es el primer cuento de las Crónicas marcianas, publicadas en 1950. La presente edición es de Minotauro, 2006.

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