Los presagios de la devastación

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Para celebrar el Bicentenario de la Independencia de México, el gobierno federal (en conjunto con el Conaculta y el FCE) editó, no hace mucho, una serie de novelas cortas que describen, narrativamente, la historia de nuestro país, bajo el nombre genérico de “18 para los 18”. Entre las elegidas se encuentra la obra del poeta, narrador, ensayista y traductor José Emilio Pacheco (1939), Las batallas en el desierto, que fue publicada por primera vez bajo el sello de la editorial Era en 1981.
La breve historia narra, primero desde la memoria de un adulto, la historia del niño Carlos y su mundo desplegado desde los últimos años de la primera mitad del siglo pasado (y hasta correr hacia los años posteriores: quizás hasta los años últimos del siglo XX), durante el periodo del entonces presidente de la república Miguel Alemán, cuando el país, supuestamente –ahora sabemos que no– comenzaba un desarrollo tecnológico que nos daría un bienestar y una comodidad sin medida y una gran derrama económica y un desarrollo de primer mundo.
Las batallas en el desierto lograron convertirse en un punto nodal para los lectores jóvenes, sobre todo aquellos que nacieron con ella, pues su lenguaje sencillo y su punto de vista encantador, en una historia de infancia y de amor temprano. Eso logra que los lectores mantengan su atención en la historia, pues de algún modo narra la propia historia íntima de muchos… Pacheco, que ya había reconocido en sus registros narrativos esta manera de contar, hace de su prosa —siempre impecable— un lucimiento que se puede declarar como encantadora. La seducción de su lenguaje, de su escritura, ya es reconocible e indeleble por su singularidad que algunos críticos (como Alberto Paredes en su libro Figuras de letras) han colocado dentro de la llamada escuela mexicana de “la escritura”, como también a Salvador Elizondo y Sergio Fernández…
José Emilio Pacheco forma parte de la “Generación de los años cincuenta” (junto a Carlos Monsiváis, Eduardo Lizalde, Sergio Pitol, Juan Vicente Melo, Vicente Leñero, Juan García Ponce, Sergio Galindo y Salvador Elizondo), y es uno de los autores más queridos de México: los jóvenes le admiran y los viejos le respetan; el poeta, narrador y ensayista se ha ganado, en todo caso, el renombre con obras de impecable factura; en 2010 recibió en España el Premio Cervantes y, hace unos días, en México, el Premio Alfonso Reyes.

Memoria del mundo perdido
Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquél? Con esta frase abre el mundo de la noveleta y ofrece con desmesura de detalle no sólo el ambiente, sino la historia, la publicidad, y las circunstancias de una Ciudad de México y del país entero –por resonancia y consecuencia del centralismo histórico de la capital– y del mundo, antes de que fuera “global”. La bien expuesta habilidad narrativa de José Emilio Pacheco queda en esta pequeña obra demostrada una vez más –los lectores conocemos El viento distante (1963), Morirás lejos (1967) y El principio del placer (1972) –, al mostrar primero la circunstancia del tiempo determinado y sus circunstancias para, en seguida, ir hacia la historia íntima y personal de un niño. Al inicio una lista descomunal de datos que los memoriosos como Pacheco o vivieron o recuerdan y, luego, datos tremendos en esa línea que nos recuerda que varias generaciones aún afectadas por el singular tiempo y malestar: “Fue el año de la poliomielitis: escuelas llenas de niños con aparatos ortopédicos…”, que no solamente afectó a los niños de nuestro país, sino también a los de Estados Unidos.
Canciones, anuncios publicitarios, programas de radio, historietas, nombres de narradores deportivos, marcas de autos, y una letra de canción que es tema nodal en la historia de Las batallas en el desierto:

Por alto esté el cielo en el mundo,
por hondo que sea el mar profundo,
no habría una barrera en el mundo
que mi amor profundo no rompa por ti.

Esta letra describe a la perfección el triángulo amoroso que se desata cuando el niño Carlos conoce en la escuela (de la colonia Roma) a Jim, luego a su madre, Mariana, de quien Carlos se enamora secreta y perdidamente. Mariana, descrita como una mujer muy bella, había tenido a Jim de un amorío con un periodista norteamericano y, ahora en el abandono del gringo mantenía amoríos con políticos de la época. El secreto amor de Carlos, en alguna parte de la novela, es descubierto y su pena entonces crece, pues al declararle el amor una mañana que sale de la clase (en base a mentiras dichas a su profesor), y se encuentra con Mariana para declararle su amor. Mariana comprende que es un niño –Carlos apenas tiene ocho años–, y lo toma con ternura y con la comprensión de una mujer de veintiocho años que ha corrido mundo y tiene un hijo de la misma edad. El hecho es descubierto por los padres de Carlos (su madre nació en Guadalajara, y pertenece a una familia conservadora; Pacheco, por cierto, hace una crítica severa a este mundo de nefandos conservadores tapatíos en alguna parte de la historia), y el calvario de Carlos comienza. Es obligado a confesarse ante un sacerdote; y lo envían al psiquiatra ante el suceso que resulta todo un escándalo social en ese mundo de antes…
Ese universo descrito en la novela –en breves capítulos–, por cierto, es un compendio del mundo, del país, de la Ciudad de México y, sobre todo, de esta colonia Roma, donde en 1948 –año en que transcurre el inicio de la ficción–, para después describir a la Gran Ciudad (que es ya de por sí un sinnúmero de submundos), y la Roma fue el espacio donde fincaron su nueva vida muchos generales de la Revolución, y la escuela es, a su vez, otro mar de gente de todo el universo de la época: japoneses, libaneses, gringos, judíos, y muchos etcéteras…
El conflicto de esta narración, entonces, es el mismo que acontece a Carlos, quien es alejado de su infancia, de Jim, de sus amigos de escuela y, sobre todo, de Mariana. Ya adulto Carlos en las calles de la Ciudad de México encuentra a un compañero de escuela, que había seguido estudiando allí, y se ponen al tanto de la antigua historia. Éste, de apellido Rosales, le ofrece los acontecimientos no vividos ya por él. Le indica, entonces, que se había rumorado que Mariana al tener una desavenencia con su amante en turno se había suicidado y que a Jim su padre se lo había llevado a vivir a Estados Unidos. Carlos no creyó la historia y fue a la casa donde había vivido Mariana, pero nadie le dio razón de su paradero. La vida de Carlos, la de su infancia, finalmente se cuenta en la novela: los edificios son demolidos y, con ello, desaparecido aquellas batallas en ese desierto en el patio de ladrillos rojos que alguna vez había existido, pero al final sólo está en la memoria de Carlos.
Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquél?, es la frase de un hombre ya sin lugares, ya sin tiempo pasado, en una ciudad alzada y derrumbada a cada instante. En cierta forma Las batallas en el desierto es el resultado de ese dolor de su autor, José Emilio Pacheco que, en tanto cronista y amante de la Ciudad de México, se duele de la caída y caos en que se ha vuelto esa maravillosa ciudad capital. En diversas ocasiones se le ha preguntado si esta novela es biográfica y ha dicho que no, que no es su historia personal; lo cierto es quizás sí, que ese dolor sentido por Carlos es el dolor de Pacheco, no por Mariana, sino por la Historia y los espacios ya derruidos, en ruinas, que fueron –y están– cayendo en no solamente en la Ciudad de México, sino –como si se tratara de una pavorosa metáfora apocalíptica–, de todo el país.
Luego de Las batallas en el desierto vendría –como una premonición de un vidente– la gran tragedia del terremoto en la capital mexicana (en 1985), que comprobaría fatalmente el triste final de polvo y nostalgia en que se centra psicológica y emotivamente toda la novela.

Cine, teatro y canción
Vicente Leñero realizó, en 1986, y bajo la dirección de Alberto Isaac, una adaptación de la novela bajo el nombre de Mariana, Mariana, en la que actuaron Elizabeth Aguilar, Pedro Armendáriz Jr., Saby Kamalich, Héctor Ortega, que se hizo acreedora a ocho premios Ariel de la Academia de Cine Mexicana.
El grupo Café Tacvba grabó la canción “Las batallas”, inspirada en la novela, en la cual incluyó parte del tema de la letra del bolero puertorriqueño llamado “Obsesión”, que es centro emocional de la novela.
Pacheco, por otra parte, autorizó la primera adaptación teatral de la novela y su consecuente puesta en escena, que realizó Verónica Maldonado, mientras que el montaje fue dirigido por Ghalí Martínez. La obra teatral fue estrenada el 25 de marzo de 2011, en el Foro Antonio López Mancera, del Centro Nacional de las Artes.

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