Los gesticuladores de la cultura

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En medio de un intenso debate sobre la cultura, es un ejercicio saludable tratar de explicar el origen de los conceptos que, sobre la misma, “presumieron” los candidatos a la gubernatura de Jalisco, en el primer debate realizado el pasado 29 de abril.
Mario Vargas Llosa, en su más reciente libro, La civilización del espectáculo, señala que: “La noción de cultura se extendió tanto que, aunque nadie se atrevería a reconocerlo de manera explícita, se ha esfumado”. Este relativismo (aunque profetizado en su tiempo por los miembros de la Escuela de Frankfurt o por filósofos como José Ortega y Gasset) se acrecienta a partir de la Segunda Guerra mundial: por un lado con la Guerra Fría de fondo y, por otro, con un extraordinario auge económico para amplios sectores del hemisferio occidental. El ensayista colombiano Carlos Granés señala en El puño invisible, que es a partir de Andy Warhol —y la culminación de la breve utopía hippie— que el arte y los movimientos culturales comienzan a decaer, desfigurándose en efímeras “vanguardias”, que más allá de proponer cambios políticos o sociales devienen en meras comparsas del consumo.
Esta apatía provocada por ausencia de posturas rompedoras en el mundo del arte, llega incluso a contaminar a la llamada “nueva izquierda” y a los estudios culturales a partir de los años setenta. El equívoco llega a límites absurdos, señala el último ganador del premio de ensayo Isabel Polanco, como en el caso de los antropólogos Adamantia Pollis, Peter Schwab y Ann-Belinda S. Preis, quienes “desestiman los derechos humanos —y la actividad de Human Rights Watch y Amnistía Internacional— por considerar que tras su pretendida universalidad se ocultan valores occidentales sin validez para el Tercer Mundo”.
Para Alain Finkielkraut, en parte el relativismo cultural es ocasionado por los mismos defensores de la diversidad. “La obra política de la descolonización va acompañada de una revolución en el orden del pensamiento: el hombre, ese ‘concepto unitario de alcance universal’, cede su lugar a la diversidad sin jerarquía de las identidades culturales”. Para el autor de La derrota del pensamiento, la Unesco es en parte culpable de aumentar el descontrol, al promulgar una definición de cultura que en su búsqueda por abarcarlo todo, termina siendo parcial. El organismo de las Naciones Unidas señala en su definición de 1982 que la cultura es: “El conjunto de rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o a un grupo social. Ella engloba, además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales del ser humano, los sistemas de valores y las creencias”.
Esta definición ayuda a “blindar” el concepto (políticamente correcto, y mentado por la candidata de Alianza Ciudadana) de multiculturalidad. Carlos Granés señala que, en todo caso, “el multiculturalismo es una actitud condescendiente que trata al diferente como si no fuera capaz de imaginación moral y de razonamiento, y tuviera que vivir por ello en un asilvestrado entorno de despotismo. No hay nada más puro, étnico, tradicional y milenario que el genocidio, la esclavitud, la autocracia y el machismo”.
Néstor García Canclini escribe que es importante identificar que, aunque “todas las practicas sociales contienen una dimensión cultural, no todo en esas prácticas sociales es cultura”. La cultura debería ser el continente, y no siempre el contenido.

Huicholes en el Degollado
¿Cómo encontrar una definición de cultura que no sólo se limite a la multiculturalidad? Carlos Granés señala que: “El relativismo se muestra más como un asunto de desidia intelectual y apatía moral que de incompatibilidades culturales”. Para Mario Vargas Llosa, esta “igualación horizontal” entre culturas y cultura es culpa de antropólogos y etnólogos, que han impuesto una corrección política que “ha terminado por convencernos de que es arrogante, dogmático, colonialista y hasta racista hablar de culturas superiores e inferiores y hasta de culturas modernas y primitivas” (Letras Libres, julio de 2010).
Para no caer en la tentación de lo “políticamente correcto” a la hora de buscar definiciones, sirve hoy más que nunca la categorización que hizo el sociólogo francés Pierre Bourdieu en La distinción, al señalar que existe una cultura legítima (o consagrada) una cultura media (o pretenciosa) y finalmente una cultura popular. Los políticos se la pasan dando tumbos en los extremos. Por un lado en lo que ellos consideran cultura legítima (dentro de la que se inscribe la oferta de Enrique Alfaro de nombrar al Cabañas, “Museo Nacional José Clemente Orozco” o la de Aristóteles de crear “100 escuelas de música”) y por otro en la cultura popular (como impulsar “la charrería, el tequila, las artesanías y la arquitectura religiosa”, como lo propone el candidato del Movimiento Ciudadano, o las “50 escuelas del mariachi”, que implementaría el del PRI). Como lo señala la especialista en gestión cultural, Lucina Jiménez, tradicionalmente el “modelo institucional” ha privilegiado “las estrategias de preservación, conservación y difusión del patrimonio, y las denominadas bellas artes y, aunque no en todos los casos, el estímulo a las culturas populares”. El llamado Vochol exhibido en el Teatro Degollado durante los Juegos Panamericanos en 2011 es el epítome de la política cultural que ha primado en los últimos gobiernos panistas en Jalisco, y que no podría ser llamada de otra forma que folclórico-chovinista.
Los políticos deberían saber que la cultura está en otra parte. Se encuentra en la cultura media o “pretenciosa”, como señalara Bourdieu. Ya que es el mercado ese gran “organizador” de gustos y necesidades como lo previniera Néstor García Canclini. Lo que prima, e incluso está catalogado como derecho cultural para las Naciones Unidas, es el ocio. Como señala Arturo Rodríguez Morato, “el ocio se convierte en un espacio privilegiado de consumo y en él las actividades se cargan de contenido simbólico y espectacular”. Lo que divierte, lo que entretiene, ahí es dónde se encuentra —para bien o para mal— la cultura contemporánea.

Sacaremos a la cultura de la barranca
Gilberto Giménez, cuando explica el término hiperracionaliación en la cultura, señala que “los eventos públicos, como los teatros y los conciertos, son cada vez menos importantes”. Para dar un ejemplo local, como lo señala el último informe “Consumo Cultural en México” de la UNAM, el centro-occidente del país muestra los niveles más bajos de asistencia al teatro. Una sobre oferta en las opciones va orillando a las personas a tomar la cultural por sus propias manos. Más segmentados, más personales, más dirigidos a gustos específicos bajo términos mercadológicos como target, las personas (con sus diferentes pantallas) saben lo que quieren porque han sido educados desde la cuna en el arte de consumir. “Las manifestaciones culturales han sido sometidas a los valores que ‘dinamizan’ el mercado y la moda: consumo incesantemente renovado, sorpresa y entretenimiento”, escribe García Canclini. Alain Finkielkraut va más allá y señala que actualmente “lo que rige la vida espiritual es el principio del placer, forma posmoderna del interés privado”.
Cuando los candidatos se llenan la boca con propuestas “espectaculares” (por no decir faraónicas) como “construir 11 centros culturales interactivos, con 550 millones de pesos” (María de los íngeles Martínez), convertir al Cabañas “en un museo de primer mundo” (Enrique Alfaro), o “fundar 50 orquestas filarmónicas” (Aristóteles Sandoval) se trata simple y llanamente de demagogia. Las industrias culturales están en crisis a escala mundial (y esto incluye la música y el cine, negocios hasta hace poco muy redituables). Mientras en Guadalajara se construye un Museo de Arte Contemporáneo en la barranca de Huentitán —que no alcanzó a ser Guggenheim—, en países como España existe una creciente crítica en sentido contrario. Al mismo tiempo que se replantea la viabilidad de museos-esculturas como la presuntuosa creación de Frank Ghery en Bilbao (véase El efecto Guggenheim, Anagrama, 2007), es aleccionador el caso del fastuoso Centro Cultural Internacional Óscar Niemeyer (en la pequeña ciudad de Avilés) que se quedó sin presupuesto y se encuentra cerrado por el momento.
La crisis está obligando a clausurar galerías, museos y centros culturales por todos lados, así como a limitar los presupuestos dedicados al cine y a la enseñanza artística, y no porque la cultura, su formación y divulgación no sean importantes, es simplemente que estos modelos, como lo señala Gabriel Zaid, resultan muy caros, ya que los “grandes espacios” de la cultura son por fuerza controlados por costosas burocracias que buscan únicamente asegurar su supervivencia. Siempre en el contexto arribista y acorde con el mito del Progreso, que sitúa a la cultura y su consumo al mismo nivel que la meritocracia académica, curricular o económica. “Algo tienen las burocracias que desaniman la creatividad. Las estructuras jerárquicas se llevan mal con la libertad. Tienden al centralismo y a la hegemonía […] La animación creadora prospera sobre todo en microestructuras que andan sueltas, y que las burocracias tratan de integrar, atrayéndolas o intimidándolas” (Letras Libres, junio de 2010).
Con sus propuestas culturales, los aspirantes a la gubernatura de Jalisco se suman a esa ilustre estirpe ficticia —aunque también dolorosamente real— de grandilocuentes políticos provincianos que tanto caricaturizara Jorge Ibargí¼engoitia. Como lo señalara Antonio Ortuño en “La Atenas de por aquí” (Letras Libres, enero de 2005), un texto que criticaba la moda de construir Partenones que invadió Guadalajara hace unos años, “los tapatíos somos esencialmente unos edificadores de sueños”. Y sin duda, a la hora de hablar sobre cultura, para nuestros políticos “más”, sigue siendo, “mejor”.

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