Los dos Arreola entre literatura y ciencia

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La literatura y la ciencia son herramientas complementarias para la exploración de la naturaleza: literatos y científicos comparten cierta mirada fisgona, cierto método de trabajo para leer el mundo al mirar, explorar, medir, probar, clasificar, nombrar. Por eso Charles Baudelaire sostenía que la imaginación es la facultad humana más científica.

Juan José Arreola —prodigioso constructor de artefactos literarios— fue un atento lector científico, como se puede comprobar en sus múltiples fabulaciones mecánicas, en su predilección por ciertos asuntos (volcanes, terremotos, ingenios tecnológicos, sexualidad, genética, zoología, radiactividad, matemáticas, astronomía, meteorología), en su manía de coleccionista apasionado, o en sus paseos como naturalista “imaginante” entre las jaulas del Zoológico de Chapultepec registrando la conducta de los animales para su Bestiario, una galería de retratos escritos donde se vale de nociones hurtadas de la biología, pero transformadas, ampliadas, reinventadas. Octavio Paz decía que “La materia prima de Arreola es la vida misma pero inmovilizada o petrificada por la memoria, la imaginación o la ironía”.

Un tío científico
Posiblemente la curiosidad metódica de Arreola tiene su origen en sus relaciones con uno de sus tíos paternos, el incombustible José María Arreola, el tercero de los once hijos que tuvo el matrimonio formado por Salvador Arriola y Laura Mendoza, abuelos de Juan José.

Estudioso del clima, la vulcanología y la sismología, del comportamiento de los astros, de las artes y costumbres prehispánicas; lingüista, fotógrafo, americanista, e irremediable inventor autodidacta, como también lo fue su sobrino Juan José; desde Zapotlán, primero, y Guadalajara, después, José María Arreola se labró una sólida fama entre los pocos hombres de ciencia en el país: se agremió a las nacientes sociedades científicas, presentó su teoría volcánica y un evaporómetro inventado por él mismo. En 1904 se convirtió en uno de los primeros personajes en trabajar con una partícula de Radio en México —un episodio que el sobrino Juan José jamás habría de olvidar, creando diferentes ficciones de esa historia—, y en 1912 se aventuró a predecir una serie de terremotos que habría de ocurrir en la ciudad de Guadalajara, anunciando fecha, horario e intensidad; luego abandonaría la Iglesia para buscar exilio en la Ciudad de México y unirse a Manuel Gamio en uno de los proyectos científico más ambiciosos de nuestro país durante la primera mitad del siglo XX, seguramente el trabajo fundacional de la investigación interdisciplinaria: “La población del Valle de México”; después, regresaría a la capital de Jalisco y colaboraría activamente en la refundación de la Universidad de Guadalajara, donde ejerció el oficio de profesor casi hasta su muerte.

Los objetos de interés del tío Arreola son poliédricos, casi innumerables, y en su relación con aquel pariente se cifran las claves del asombro por la ciencia que permea la obra del sobrino Juan José —esos “pocos libros, pero bien contados”— por la que desfilan matemáticos, arqueólogos e inventores; que se puebla de volcanes, animales y máquinas.

De los muchos ejemplos que Juan José Arreola recibió de José María (a quien describió como “astrónomo, físico, matemático, platero, impresor, tamalero”) recordemos una: es su tío científico quien lo inició en la lectura de las enciclopedias, que nos permiten “estar en todo el mundo”, según escribió. Y como evidencia aportó esa verdad de laboratorio que le confió a Claudia Gómez Haro: “¿Nunca se te ha ocurrido que un hombre le dice a una mujer, sin decírselo, cuando se le declara: Te propongo veinticuatro cromosomas que creo que son de buena calidad, por qué no pones tú otros veinticuatro y podemos, probablemente, dar a luz una criatura tipo Schopenhauer, concebida más que por la carne por el espíritu de la especie?”.

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