Los deseos postreros

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El resplandor de tres lámparas con luz blanca combate la penumbra en la entrada del panteón. Sin embargo, la oscuridad, a las 8:10 de la noche, ya invadió por completo a las sepulturas apenas iluminadas. Al ingreso, a un lado de una pared color crema y entre siete arcos detenidos por seis pilares, aproximadamente 30 asistentes se mantienen a la espera del inicio de la obra, mirando al fondo del camposanto con la mística ansia con la que un niño ve lo desconocido.

Esa área de descanso, que los días de muertos está repleta de ancianos sudorosos, mujeres y niños sedientos que visitan a sus familiares en un ambiente plagado del olor a cempasúchil, hoy luce con apenas unas decenas de personas. Tanto, así, que entre las tablillas de las bancas se pueden encontrar recados en papel de cuaderno, escritos con la velocidad de la mano.

Suenan los murmullos, algunas risas y las pláticas. Se mantienen a la espera de conocer las cosas que tengo que hacer antes de morir. Continúan con la espera, se miran unos a otros, encienden un cigarrillo; algunas parejas se besan y juegan a encontrar sus labios, mientras que otros inquilinos del lugar atacan: “Están bravos”, dice una mujer aludiendo a la cantidad de mosquitos que revolotean.

Después del anuncio de que el espectáculo cambiará de horario, ahora a las 9:00, personal de la obra pasaba y ofrecía repelente para combatir a los insectos. Así vive el panteón de Mezquitán los días en los que alberga una presentación teatral. Así mira todo lo previo y así da sus tres llamadas antes del inicio.

La ruta a seguir, una vez iniciada la obra, es por la calle principal de la primera sección, que se encuentra bordeada por naranjos y algunos de sus frutos que adornan el suelo. Se dará vuelta a la derecha, justo en la esquina de la comunidad alemana y a la derecha de la francesa, para girar por el perímetro del sepulcro de Gallardo, mejor conocido como la tumba de la familia de la Casa de los perros, para después tomar un pequeño callejón entre criptas. En el andar, más que escucharse pasos, se oyen murmullos.

El aire que sopla de poniente a oriente, lleva impregnado un olor fuerte a guayaba y entre los pies se atraviesan cucarachas, a las que una chica califica como “escarabajos”. El escenario está bajo una luna lagañosa, entre tumbas, un pequeño montón de tierra y una pala que espera a ser trabajada.

Más adelante y durante el transcurso del acto, el montón de tierra se convierte en una portezuela que abre la fosa común, donde son llevados los muertos de las calles de Guadalajara por hipotermia, descuidos, accidentes, asesinatos… El nombre de la obra es fuerte, largo pero directo. Cosas que tengo que hacer antes de morir es un monólogo. Prácticamente se convierte en una charla entre un par de jóvenes que actúan los libretos de algunos personajes, como si se convirtieran en las citas de un ensayo. Los personajes son transeúntes, amigos, familiares. Conocidos. Son cualquier persona del “ámbito popular”.

Al recomendar la obra, la primera respuesta que podría quedar en el aire sería una pregunta: ¿Cuáles son las cosas que tengo que hacer antes de morir? Mas las respuestas todos las conocen. Vivir en el extranjero, aprender a perdonar, conocer el amor eterno, defender lo que creo, transcender, encontrar la justicia, bañarme en una cascada, hacer un video de porno casero, reír sin sentido hasta que duela la panza, bailar en el carnaval, aunque, la única pregunta que queda es: ¿Cómo quieres morir? Quizás el lenguaje iconográfico de los actores responderá muchas cosas, una pregunta nunca antes hecha y que uno no sabe cómo sucederá. Ni qué servicios funerarios se tendrán. Es ahí donde surgirá la alternativa de la obra, donde encajará el mensaje. Es ahí donde la historia de los muertos de la Perla de occidente, desde la apertura del panteón de Mezquitán, hasta nuestros días, tomará sentido.

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