Los consuelos de la droga

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“Destruye los procesos lógicos de la mente, los pensamientos se vuelven completamente desorganizados. El ruido, la locura fluyendo de cada garganta, ruidos de frustración que salen de los barrotes, sonidos metálicos de las paredes, las bandejas de acero, las camas de hierro fijadas a la pared, los sonidos huecos de un lavabo o un retrete […] Los olores, los residuos humanos que nos arrojan, los cuerpos mugrientos, la comida podrida”.
Lo que describe George Jackson en este pasaje no es el mal viaje de un drogadicto, es la realidad cotidiana de un preso en el Ala O de la cárcel de Soledad. Ahí no están incluidas las palizas, los ataques racistas, la tensión constante en la que viven los presidiarios, los negros aún más que los blancos.
Hay distintos tipos de cárceles y por tanto distintos tipos de experiencias en ellas; pero para los que han vivido en los recintos más duros, la droga no es una adicción peligrosa, es una tabla de salvación. El mismo Jackson, que optó por una estrategia en principio más constructiva, la de la militancia política para obtener una fantasía de libertad, de autonomía, de dignidad, fuma varias cajetillas de cigarrillos al día. “Acabo de encender mi cigarillo número 77 de este día […]”, escribe en una de sus cartas. No le mató el cáncer de pulmón; Jackson fue abatido a tiros en San Quintín antes de cumplir treinta años.
Jack Henry Abbott escribía bajo el efecto de las drogas. Se aficionó a la heroína después de pasar tres años en una celda de castigo. Como terapia, para obtener una cierta estabilidad emocional. “Sentir e calor que empieza como un fuego en mi vientre y sube por mis nervios y órganos hasta alcanzar las sienes, eso es algo que nada más puede darme. [Un pico] me da lo que necesito para vivir con todo esto. En comparación, los demás dioses no son nada”.
¿La droga mata? ¿La droga embrutece? ¿La droga perturba nuestras relaciones sociales y afectivas? “¡No jodas¡”, gritarían al unísono Edward Bunker, Norman Parker, Jack Black, Charrií¨rre, José León Sánchez, Montenegro, todos los que han pasado una larga temporada en una celda de castigo o en una cárcel para criminales peligrosos o sencillamente en una prisión del Tercer Mundo.
A Norman Parker el cannabis, que según dice sólo tomaba los fines de semana, le relajaba, pero, sobre todo, le daba una perspectiva diferente de su situación; “la presión y la locura de la semana se alejaba temporalmente, ofreciéndome una imagen equilibrada de lo que, se mire como se mire, era una extraña forma de existir”. Parker siempre pretende dar la impresión de controlar la situación, de no perder esa frialdad algo arrogante que adoptó como estrategia de supervivencia. La relación de Hugh Collins con la droga parece algo más desesperada. “Da igual lo que la gente piense sobre la heroína; para mí ha sido un escudo para no enfrentarme a ciertos aspectos de mi vida”, escribió, y seguiría consumiéndola al salir de la cárcel, una manera de imponer distancia entre la realidad, su propia biografía y él mismo; escribe drogado, bebe hasta perder el control de sus actos. La droga dura, como el pasado, te acompaña, se niega a abandonar cuando ya no la necesitas; tomarla es firmar un pacto con el diablo: te da lo que quieres, pero se queda a tu lado también cuando desearías estar solo. Sin embargo, no se va a poner a pensar en el futuro quien tiene ante sí diez. Quince, veinte años de cárcel.
La droga es omnipresente en la literatura carcelaria. Incluso quienes no la toman se sienten fascinados por su mundo oscuro, por esa combinación de libertad y esclavitud que proporciona. Archer se apresura a asegurar que no ha probado ninguna droga en toda su vida. Mutis parece darlo por supuesto, y dedica parte de su libro sobre la estancia en Lecumberri a contar acontecimientos relacionados con la drogadicción en la cárcel; una serie de muertes causadas por heroína cortada con raspaduras de pintura, o los desvelos de Palitos, un joven drogadicto que pasa los días enteros en chanchullos y pequeñas estafas para conseguir el dinero con el que mantener su adicción. Mutis ve las cosas desde el exterior; igual que González-Ruano y Archer, da la impresión de narrarse a sí mismo en tercera persona, porque aquello que le está sucediendo en realidad no estaba previsto en su vida, no pertenece a ella, como si alguien les hubiera puesto por error a desempeñar un papel que no les corresponde. Otros se interesan sobre todo por los aspectos prácticos, entre otras cosas porque no miran desde el exterior los problemas de la drogadicción, sino que ésos son precisamente sus problemas: cómo conseguirla, cómo esconderla, cómo traficar con ella […].

*Tomado del libro Escritores delincuentes, Alfaguara, 2012.

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