Lluvia y cigarrillos

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Una inhalación. Dos, tres. Se formula entonces en el frágil éter de mi pensamiento la frase inicial del texto. La escribo presuroso.
¡La tengo! Es perfecta esa primera línea para introducir al lector en el tema, pienso.
Un jalón más. Leo una vez más esa frase dorada, magnífica como la lengua de Xochipilli susurrando los campos fértiles de la imaginación. Una reacción involuntaria de mis dedos ordenan a la máquina fija sobre el escritorio: Seleccionar todo, borrar todo.
Es quizá esa precisa milésima de segundo después del jalón de humo, el momento más lúcido, reflexivo y profundo de la experiencia creativa, no el trazo de la brocha milagrosa sobre el lienzo, no el golpe de los dedos oxidados sobre el teclado, no la nota integrada al universo musical con una armonía exacta, sino ese placentero instante de la plenitud, cuando las cavidades pulmonares se llenan de esa agresiva alquimia, tan placentera, como destructiva… medito la idea.
El humo del tabaco forma nubes, mira: y sopla hacia el cuero del tambor, Ron Proust, el indígena navajo de origen mexicano más robusto que he conocido hasta ahora. Cuando exhalaba el humo de sus labios morenos me parecía un buda nativo americano manando las delicias aéreas de la creación universal. Volvió a inhalar el tabaco y lo lanzó contra la superficie húmeda del tambor cósmico. En un parpadeo, chocó la baqueta contra el cuero de manera repetitiva y con acentos hipnóticos. Me dijo en inglés: The clouds brings us life, they bring us water. Y entonces vi las gotas; saltando y cayendo constantemente sobre la plana y redonda cara del tambor repleto su interior de agua y cuarzos, me pareció contemplar en un microcosmo el ciclo eterno de la lluvia; subiendo y bajando, desde la superficie del tambor, hasta las nubes de humo ligero suspendido encima. We make rain. That’s why smoke is so sacred for us. El sonido hueco del tambor, con sus ondulaciones pasmosas electromagnetizaron por completo los más recónditos átomos de oxígeno e hidrógeno contenidos en mi cuerpo, ahora la tierra, que con el fuego en la puntilla del cigarro moldeado con hojas de maíz me hacían sentir un prestidigitador lejano atrayendo virutas de aire y lluvia.
Las culturas mesoamericanas no desconocieron el revoloteo espiritual que provoca la inhalación del humo del tabaco. Fue útil para mezclarla e inhalarla con otras plantas de poder, e indispensable para limpiar y purificar el espacio ceremonial.
De las faldas del volcán Popocatépetl extrajeron el siglo pasado una figura que luego llamaron Xochipilli —Señor de las flores—. Reconocida por su postura en éxtasis: brazos levantados, cabeza inclinada hacia el cielo con dos cavidades oculares redondas, huecas y como atentas al aleteo de una visión, muestra talladas distintas representaciones de plantas utilizadas por los aztecas en sus ritos iniciáticos, entre ellas la flor del tabaco, según identificaron los realizadores de la enciclopedia botánica Planta de los dioses: Richard Evans Schultes y el padre del LSD recién elevado a los diamantes celestes, Albert Hofmann.
Una inhalación más para intoxicarme de frases. Pausa introspectiva… exhalo las ideas esponjosas. Escribo.
Cuatro elementos en un solo conducto. Fuego, aire, agua, tierra. Las pipas son sagradas para los nativos de Norteamérica. Representan el cielo y la tierra, lo masculino y lo femenino. En una ocasión, el hombre medicina Melvin me contaba cómo los iniciados indígenas del norte tenían que peregrinar hasta Pipestone para encontrar en esos suelos una peculiar piedra roja —símbolo de la sangre vertida por los antepasados— para formar con ella el cuenco de la pipa, matriz original, hueco del principio, madre, que se unía al tubo, padre, canal de lo invisible, para llegar a la niebla, el gran misterio, estar frente al gran espíritu, esponjoso y libre.
Pipas de la paz, les llamaron los yanquis.
Cor Bush, un holandés adicto al consumo del tabaco, tuvo una idea: hacer del hábito una religión. Hizo que su cafetería tuviera un nuevo giro comercial: el divino. Fundó en su cafetería la íšnica y universal iglesia de fumadores de Dios. Así permitió que sus clientes tuvieran abiertas las cortinas de humo cuando el 1 de julio pasado entró en vigor la ley que prohibía fumar en espacios cerrados, en ímsterdam.
Sus fieles veneran el santo triángulo formado por “el humo, el fuego y la ceniza”. Reciben una tarjeta como miembros de la iglesia y tienen autorización de encender cigarrillos para alabar a dios.
Su posibilidad de crecimiento se distienden cada día. En el planeta hay más de mil millones de fumadores, que entregados a la devoción del sagrado humo besarían la colilla del cigarro para incorporarse al nuevo credo. Millones de ascetas fumando sus oraciones a dios.
No es primera vez que sucede. La primera religión creada en América fue impulsada por las tribus nativas de Norteamérica, quienes crearon la Iglesia Nativa Americana, por medio de la cual sus miembros pueden, hasta la fecha, consumir y transportar peyote por todo el territorio estadounidense, hasta tocar las alas del Gran espíritu.
Pero hay religiones aún más alucinantes: las que dicen que dios es argentino, usa una playera albiceleste y mete goles con la mano; los que combaten el lado oscuro con el desarrollo de “la fuerza”; los que esperan al elegido de gafas oscuras que redimirá a la putrefacta humanidad peleando con técnicas de un Bruce Lee revolucionado en mundos alternos al nuestro; hasta quienes creen en el Monstruo del espagueti volador suspendido en el infinito, sólo para burlarse de la fantasía creyente de las otras religiones.
Aspiro la última inhalación y apretujo el fuego y la ceniza sobre el cenicero. Se fueron las ideas con el humo. Finalmente el texto figurado en las hojas blanquísimas de mi pensamiento se esfumó. Afuera sigue la lluvia, los truenos, los relámpagos.

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