Las palabras en el desierto

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Subí a un viejo furgón y me llevó a San Miguel de Allende.
Un día antes había llegado a Guanajuato, y allí había corrido por los callejones buscando una cierta taberna para encontrarme con el poeta Demetrio Vázquez Apolinar. Ya de noche Demetrio me indicó que dormiríamos en León: la reservación de mi hotel se había anulado. Entonces bebimos de manera abundante hasta tarde; luego nos dirigimos a su casa, donde seguimos gozando del vino tinto. Fue allí donde escuché por vez primera a Bob Marley.
De pronto, entre lentos acordes del rodante disco, le pregunté a Demetrio por Daniel Sada, a quien yo no conocía. El poeta leonés en ese instante me mostraba una casaca estilo Mao. Me miró sorprendido. ¿Lo vas a ver? —preguntó. En seguida abundó en su respuesta y supe a quién me encontraría al día siguiente.
Esa noche, transcurrida durante los días previos a la Semana Santa de 1987, me había resultado breve, pero la hermosa luz de San Miguel, en todo caso, me tenía reservado el deslumbramiento: la de un lugar frío y encantador. Después todo se volvió cálido desde el comienzo de la charla con Sada. Al despedirnos, Daniel me preguntó si me quedaría más tiempo en San Miguel. Le dije que no. Que no estaba en mi presupuesto. Escuché salir de sus labios la invitación de quedarme en su casa algunos días. Abrí ampliamente los ojos y la boca y acepté. Me quedé dos semanas. Tenía yo entonces veinticuatro años y tuve la oportunidad de convivir con un escritor que de verdad fue toda una lección de vida y oficio: lo miré escribir; conversamos muchas tardes y caminamos las elevadas y bajas calles de San Miguel. En ese momento escribía los primeros textos de Registro de causantes.

El contador de historias
Daniel Sada escribía de pie: sobre una saliente de la chimenea había colocado su máquina portátil. Mientras se escuchaba el eco del teclear, en pequeña fila de libros, colocada en un librero de ladrillos y cemento, situada en la estancia principal de la casa habitada por Sada y su familia, encontré su libro Juguete de nadie, que comencé a leer recostado en un muelle sillón. El conjunto de historias había aparecido en 1985. Fue así que comencé a reconocer el mundo del contador de historias: ¿universo real y ficticio? ¿Tiempo rotundo de rigores? ¿Memoria del polvo del desierto?
Sada había sorprendido a los críticos —supe después— con la novela Lampa vida, en la que narra la historia de dos enamorados que huyen, y donde está el germen de toda su obra y el rigor formal que lo caracterizaría. Nadie como Sada para demostrar que la literatura todavía es un hecho memorable, un ritual de “hazañas y consejas de un modo de vida persistente más allá del estilo hegemónico de las grandes urbes”, como ha dicho Alberto Paredes en un ensayo sobre su obra. La obra más lograda de Sada se ubica en “una provincia más rural que urbanizada, más atávica que realista, arquetípica pero no idílica. Son los llanos del norte del país, donde sigue habiendo húngaros errantes, prostitutas legendarias, enamorados que se fugan de noche y piden posada en otra ranchería…” —el resumen es de Paredes.
Siempre se quejó Sada de tener pocos lectores. Y advertía que los había conseguido a lo largo del tiempo, no sin dificultades. A su vez los lectores lo encontraban difícil de seguir, y creo que hay una explicación que me arriesgo a exponer. El también autor de Una de dos fue —y es— un narrador muy ligado a la oralidad, como aquellos que en la plaza Jamaa el Fna de Marrakech se aventuran todos los días a disputarse a los escuchas. Dueño de un lenguaje personalísimo, Sada debe leerse en voz alta para poder localizar sus más grandes aciertos en cada una de sus historias y frases, que en muchos casos fueron escritas en versos octosílabos, como ocurre en Albedrío. Si uno comienza a leerlo en silencio, es seguro que no logrará conseguir fluir en esas líneas y en esa respiración. Además es fundamental la voz, porque es de allí, de esa oralidad, que Sada logra hacer surgir a sus personajes. Son, entonces, voz y puro lenguaje. En Sada parece no correr una línea de acción muy clara, sino que en su obra la acción es retardada, contenida —como él quería que fuera— y de atmósferas en todo caso.
Su tenacidad formal es poco común. En la actualidad los lectores siguen a los escritores laxos y con una ya demasiada soltura: dicen sin encanto. Relatan sin exigencia del lector. Buscan más las correrías “sorprendentes”, pero no piden a su lenguaje que narre y cante de una sola vez. En eso, es verdad, está la enseñanza de José Lezama Lima y de Joí£o Guimarí£es Rosa, de cuyas fuentes abrevó y aprendió el estilo y las fórmulas lingí¼ísticas.
Daniel Sada fue un fabulador muy cercano a Arreola, sí, pero también a los autores de la mejor literatura castellana: la del Siglo de Oro; pero sobre todo, fue un genuino hijo de Rulfo.
Durante algunas tardes vi los modos de trabajo de Daniel Sada y su figura se fue construyendo ante mi mirada como el artesano del lenguaje que —fue— es.
Joven como yo era en ese tiempo, leyendo su Juguete de nadie y mirándolo, escuchándolo recitar sus frases construidas en ese instante, fue el modo en que comprendí el rigor de la escritura y supe la forma de construcción de una historia, pero sobre todo las exigencias de toda literatura que de veras lo sea. Fui testigo de la construcción verbal y escrita de dos cuentos después dispuestos en Registro de causantes y de sus labios —entre risas y gestos de parte de Daniel— escuché los cuentos. Fue singular para mí ver, sobre todo, la construcción de “El arte de la inmovilidad”.
La obra mayor de Sada narra fábulas sucedidas en el norte del país, en las inmediaciones de Sacramento, Coahuila, donde vivió su infancia. “El arte de la inmovilidad” no sucede allí —y es claro en el texto—, sino en San Miguel Allende. La historia nos cuenta una anécdota sencilla y real, que en la voz de Sada se convierte en un ejemplo de su modo de narrar. Cuando en alguna tarde de finales de febrero de 1987 terminó de escribir el texto, tuve la fortuna de escucharlo de viva voz. Y al día siguiente subimos y bajamos callejuelas del San Miguel hasta llegar a la tienda del abarrotero que no hacía mucho se había quedado viudo y desde ese momento nada le importó más. A su tienda solamente una mosca entraba persistente, y algunos niños iban alguna vez. Daniel me llevó y entonces vi no la mosca, sino la desolación, el abandono y la herrumbre material y humana. Sada intercambió algunas frases con el viejo y salimos.
Como casi todas las fábulas sadianas, posee su sostenimiento en el puro lenguaje. Algunas frases del abarrotero bastaron para realizar el milagro verbal del cuento. Está en el centro el personaje, lo demás son los recursos lingí¼ísticos del contador de historias, del creador de atmósferas, del constructor de aventuras del lenguaje. Sada en este relato no hace sino poner los andamiajes y entonces lo aparente toma forma. Es como si una burbuja se detuviera en el aire y lo demás, significativamente y a manera de símbolos, embargara todo lo que hay en derredor. Nada está, pero luego todo existe por la gracia del verbo. Es la mosca la movilidad. Es el mobiliario. Es la vida que corre, allá, en otra parte, no allí. Es la tensión del lenguaje de un poeta que intuye. Es el narrador de la plaza de Marrakech el que atrapa al lector. Y el texto exige leerse en voz alta, porque es allí, en ese punto oral donde existe, no aquí, no allá…
Sada es heredero de Rulfo en muchos sentidos. Uno narra las vicisitudes de los pobladores del sur de Jalisco, y el otro la vida y aventuras de la gente de Sacramento y puntos circunvecinos. Quizás el riesgo literario de Sada sea uno que corre el apuro de quedarse entre lectores de culto, pues su inusual forma de contar poco tiene —quizá me equivoque— de vínculo con la tradición de la narrativa latinoamericana. ¿Le faltó acaso encontrar los vínculos con la tradición: revelar los vasos comunicantes entre las obras de otros autores circunscritos en la descripción del mundo rural con sus problemas y dramas y ligarlos a la historia?
La última vez que hablé con Sada fue el 6 de mayo de 2010, en Guadalajara; murió el pasado 18 de noviembre. Su última voluntad fue retornar al desierto.

Daniel Sada
Es uno de los más grandes narradores del fin de siglo XX. Nació en Mexicali en 1953, sin embargo su infancia y adolescencia trascurrieron en Sacramento (Coahuila), donde se sitúan la mayoría de sus historias. Murió en el DF el pasado 18 de noviembre de 2011.

Sus mejores obras
Su apuesta mayor fue en el género del cuento, y dan cuenta de su relevancia sus libros Juguete de nadie y otras historias, Registro de causantes. La editorial Debate publico en 2002 sus cuentos completos bajo el nombre de Todo y la recompensa. Entre sus novelas se destacan: Una de dos y Porque parece mentira la verdad nunca se sabe. Anagrama acaba de publicar A la vista.

En el cine
El director de cine Marcel Sisniega llevó dos obras de Sada a la pantalla grande: en 2004 Una de dos y en 2007 El Guapo basada en Luces artificiales.

Premios
Xavier Villaurrutia (1992), por Registro de causantes. Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares (1999), por Porque parece mentira la verdad nunca se sabe. Premio Nacional de Narrativa Colima para Obra Publicada (2006), por Ritmo Delta. Premio Herralde de Novela (2008), por Casi nunca. Ya no se enteró que obtuvo el Premio Nacional de Ciencias y Artes 2011, en la categoría de Lingí¼ística y Literatura.

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