Las malditas estaciones

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Primavera: invariablemente un campo florido, el pasto verde, los riachuelos. Verano: pleno sol, una playa. Otoño: las copas de los árboles amarillentas, las calles repletas de hojas secas, un vientecillo. Invierno: delicados copos de nieve, chimeneas, pinos… Clichés. Todos estos no son sino clichés de un imaginario extraño para una ciudad subtropical, de clima templado, con un promedio de 22°C de temperatura: la eterna primavera, se ha dicho siempre, desde sus bases coloniales, pero no es verdad.
Hablar de una eterna primavera significa suprimir del almanaque de estampas que hemos mencionado al sol radiante, los árboles dorados y el paisaje blanco, fijar a nuestra ciudad en un punto inmóvil de la órbita terrestre, recibir la luz y el calor solar siempre en la misma posición, en el mismo ángulo, y apenas rotar para mantener al día separado de la noche. Pero no es así.
Con el resto del planeta, Guadalajara se mueve alrededor del sol un total de 930 millones de kilómetros en 365 días y cuatro horas. Según la ciencia astronómica, las cuatro estaciones empiezan y terminan en determinados puntos de la órbita terrestre.
Los solsticios, los momentos de la traslación en que el sol está lo más al sur o lo más al norte que puede estar; esos momentos son el invierno y el verano, según el hemisferio en que te ubiques tú y el sol, por supuesto. Los equinoccios son cuando el sol está más equilibrado con el ecuador, cuando la noche y el día duran lo mismo. Son transiciones entre las posiciones álgidas: la primavera y el otoño.
Para otras culturas como la irlandesa y algunas de Asia, los solsticios y los equinoccios no marcan el inicio y fin de una estación para pasar a otra, sino el día central de cada una. Pero aún así, en nada afecta la presencia o ausencia de florecillas en el prado, ni el color de las hojas en los árboles, viéndolo desde el punto de vista del método astronómico.

Observar, demodé
Hay otros métodos para determinar las repercusiones en el clima y el tiempo de los gigantescos movimientos de los astros. Recordemos que desde el asentamiento de los primeros sedentarios, uno de los conocimientos más importantes para sobrevivir y del cual surgió la posibilidad del desarrollo de la civilización entera, es saber cuándo echar semillas, cuándo el cielo las regará y cuándo podremos cosecharlas.
Para hacerlo, se observaban los ciclos de los seres vivos, y se relacionaban los momentos de cada fenómeno con el clima: los pájaros copulan, primavera; las plantas se hielan, invierno. Esta es la fenología, una ciencia que ya no practicamos, conformes con barajar en nuestra cabeza las bonitas estampas paisajistas que vienen de otras latitudes, pues la verdad es que en la curvatura de nuestro planeta provoca que entre el trópico de cáncer y el de capricornio los rayos de sol lleguen siempre casi con la misma intensidad.
La inclinación del planeta (23.5°) provoca que las zonas más australes y meridionales —es decir, las más al sur o al norte—, sientan más la oblicuidad de los rayos del sol en cierta parte del año, lo que significa menos calor en esa temporada, y bonitos inviernos nevados. Países del norte, sobre todo, porque los caprichos geológicos congregaron más tierra en ese lado del planeta.
¿Pero por qué pensamos nuestro tiempo y nuestros ciclos naturales en términos de un clima que no nos corresponde? ¿Por qué nos muestran hasta el cansancio esas estampitas —necesariamente ilustradas con fotografías extranjeras— durante la educación elemental? ¿Por qué no nos enseñan a observar, a sentir simplemente las variaciones del ciclo que año con año se repite en el lugar en que vivimos? ¿Por qué compramos botas mullidas, abrigos de lana y guantes en un invierno que no llega al grado cero? ¿Por qué los usamos, a pesar de que nos estamos ahogando de calor a medio día, incluso en enero?
Los países del norte, los países colonizadores han logrado imponer su idiosincrasia hasta este punto. Algo estudiado por el brasileño Paulo Freire. Diciembre, pensamos, es invariablemente invierno, invariablemente frío, invariablemente ventiscas blancas. Por eso en Lima, Perú se ven ridículos adornos de plástico simulando guirnaldas de pino —y escarchadas, además— adornando esta ciudad costera, en pleno verano, con el termómetro llegando a los 40° C y la densa humedad sofocando a los limeños.
En gran parte de la superficie seca y habitada de la Tierra no hay cuatro estaciones, por motivos astronómicos, a pesar del tan mentado encantador almanaque de estampitas.
Guadalajara sólo tiene dos estaciones: la de lluvias y la seca, desde un punto de vista fenológico, desde un punto de vista pragmático también. Y no es una eterna primavera, como diría un francés vacacionista, un estadounidense springbraker, un español del siglo XVI. Tampoco es un eterno verano, según pensaría un noruego mochilero, un ruso exiliado o un patagónico andante. Es nuestro propio clima: lluvias y secas, pero siempre templado.

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