La visión continua

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Frecuentemente, el cine se considera un arte narrativo. “Somos contadores de historias”, ha dicho Werner Herzog, por ejemplo. Pero se olvidan quienes creen a ciegas en esta sentencia, de lo que han dicho otros no menos lúcidos, como Christian Metz, de que en realidad el cine es un sistema, un lenguaje. Con este lenguaje, igual que con otros así de complejos, se pueden decir historias, sí, pero también otro género de textos.
Aún hoy en día tiemblan la credibilidad y validez del cine experimental ante la mayor parte del público, cineastas y críticos; los artistas de corte contemporáneo legitiman desde un ámbito bien distinto esa posibilidad con categorías tales como “videoarte” o “videoinstalación”, y sólo algunos audaces se atreven a invocar la poesía a manera de elogio superlativo, como varias veces he oído decir a más de un cinéfilo que el final de Gritos y susurros “es un poema”.
Nadie se asombra, por el contrario, cuando se habla de ensayo cinematográfico, aunque con frecuencia se use este término para referirse al tratamiento de un tópico, y no a la forma del discurso que lo teje. Pero también es claro y reconocible un cierto cine difícil de definir con la idea fija del contar historias, como el del propio Herzog (aunque se contradiga), o el de Agní¨s Varda y Patricio Guzmán: todos documentalistas, con lo que el dilema suele descartarse por una errónea atribución a que la diferencia conste en el origen de su material, de no-ficción.
Mucho antes de cualquiera de estas polémicas y completamente ajeno a cualquier teoría o idea fija de qué es y qué no es el cine, Chris Marker hacía su pequeña revolución, con insólitas relaciones entre sus componentes esenciales: imagen, sonido; suprimiendo en la primera el movimiento evidente, y utilizando el segundo como un soporte para la palabra, eje central con el que articula lo demás.
Pseudónimo y elusivo, Christian Franí§ois Bouche-Villeneuve fue por mucho tiempo un autor de culto cuya profunda influencia no era extensamente conocida, hasta que en 1995 Terry Gilliam hizo 12 monos, una nueva, propia, distinta y más extensa versión de La jetée, un cortometraje de 1964 sobre un prisionero sobreviviente de la Tercera Guerra mundial que es utilizado como sujeto en un experimento para viajar en el tiempo.
La jetée ha sido considerada un clásico y un hito del cine de ciencia ficción, a pesar de que los títulos iniciales dicen que se trata de otra cosa: photo roman, fotonovela. Sucesión de fotografías en blanco y negro a una velocidad mucho menor que los originarios 24 cuadros por segundo, La jetée se vale más de los recursos del cómic para llenar con la inercia de la mente del espectador el vacío entre una imagen y otra.
“En La jetée, el arriesgado experimento que era una búsqueda de la supervivencia, termina en la muerte. Al tratar el mismo tema veinte años después, Marker supera la muerte mediante la oración”, dice la edición británica del DVD que reúne estas dos piezas, en un fragmento tomado de la introducción a la edición japonesa del mismo, y que a principios de este año Criterion lanzó en un Blu Ray preciosista y que también incluye el cortometraje Junkopia (1981).
Su segunda obra más conocida es una curiosa mezcla de documental etnográfico con epístola, reflexión filosófica sobre el momento, la realidad y el recuerdo, así como poesía trenzada de imágenes y palabras, y por último, también una película. Pero Marker nunca se consideró a sí mismo un cineasta, a pesar de que su filmografía va de las dos docenas hasta más de 50 títulos, dependiendo de fuente y la manera de contar. Así lo dijo en una de las poquísimas entrevistas que concedió, de hecho en la última, en 2008 para la revista Les inrockuptibles, la cual tuvo lugar en el mundo alterno de Second Life, donde Marker tenía en curso una exposición de arte.
Estudiante de filosofía compañero de Sartre, escritor (publicó seis libros entre novelas, libros de viaje, cuento y ensayo), Chris Marker fue sobre todo un artista multimedia mucho antes de que existiera un nombre para ello, un autor que no se ocultaba tras una máscara ni en la sombra, sino que se incluía a sí mismo como parte de las obras que construía. Y por eso no ha muerto: viaja eternamente en el continuo de sus piezas y la memoria de quien las atestigua.

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