La violenta redondez

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A Fernando Botero no se le puede pasar por alto, no en estos meses, no en México. Donde los ochenta años recién cumplidos del artista plástico colombiano se festejan y reviven con minucia en “Fernando Botero: una celebración”. Desde el 29 de marzo y hasta el 17 de junio, el Palacio de Bellas Artes bien podría llamarse Palacio de Botero.
La majestad del volumen seduce a los transeúntes de la Ciudad de México, que emergen desde el Metro, que miran hacia abajo desde la torre Latinoamericana; a quienes marchan por la avenida Juárez o por el Eje Central; que se resguardan del sol en la Alameda o pasean en el Turibús; a quienes ocupan un asiento en el bicitaxi, a los que viajaron desde “Provincia” o desvían la mirada de los puestos de periódicos y los múltiples Sanborns que pueblan el centro histórico.
Tras 56 años, la desproporción vuelve a su epicentro. Fue en la capital mexicana, ha declarado el pintor, donde cierta mandolina se desbordó de sus formas en un lienzo, inaugurando –quizá por coincidencia, no por casualidad– lo que ahora el mundo reconoce como “boterismo”. El contorno abultado que por estos días aparece en sinnúmero de fotografías que han descargado la eternidad del flash frente a las cinco figuras monumentales anfitrionas de la explanada.
Luego de recorrer la escalinata palaciega y pagar 43 pesos por entrada, Botero nos acoge en su historia de la gordura. El desfile de las 177 piezas que conforman esta retrospectiva nunca antes vista en México, había comenzado desde el exterior sin advertirlo –con las esculturas “Caballo”, “Mujer parada”, “Mujer reclinada”, “Mujer sentada” y “Rapto de Europa”–, pero va captando adeptos con la mezcla de esperpento y asombro que narran los rostros de los primeros lienzos. El diálogo ha comenzado.
Es precisamente un intercambio de impresiones entre la obra y el espectador la característica de la exposición, curada por Lina Botero y dividida en 10 subtemas: obra temprana, religión y clero, América Latina, dibujo y técnica mixta, escultura, el circo, Abu Ghraib, versiones pictóricas, la corrida taurina, y naturaleza muerta. El panorama de registros físicos y temáticos concibe multitud de colores y de formas.
Los semblantes de la etapa temprana reflejan tribulación, carecen del extraño sosiego que habita en la redondez. Sin embargo, conforme las salas van quedando atrás y la voz del guardia en turno nos indica que a nuestra derecha o izquierda continúa el recorrido, los cuerpos se adueñan del lienzo rectangular: bocas constreñidas, miradas piadosas. Amalgama prehispánica, colonial, renacentista, figurativa.
Músicos, bailarines, trapecistas, obispos, presidentes, toreros, niñas, viejas, presos, comerciantes, mesías, flora y fauna levantan el muro de su gordura retando al espectador para que asome a lo que hay tras la barrera del dudoso juicio estético. El morbo inicial, los comentarios graciosos, se apagan progresivamente.
Al llegar a la sala donde se expone la serie –no apta para menores, se lee a la entrada– de Abu Ghraib, la pintura de Botero se ha convertido en una perfecta máquina de hacer silencio. Sobre la prisión de Abu Ghraib en Irak, escenario de la brutalidad de soldados estadunidenses durante la ocupación iraquí, Botero narra la violencia de golpes o ausencia de testigos, porque aliada usual de la tortura es la oscuridad. El artista latinoamericano ocupado una vez más en los estragos de la barbarie.
Los visitantes abandonan la sala con gesto dolorido, pero retoman su travesía por la anatomía descomunal para buscarle distinto rostro al asombro final. Ahí está una pared completa para “Después de Piero della Francesca”. Más allá, una “Monalisa a los 12 años”. Y poco a poco vuelve a expandirse la lozanía, los perímetros amplios, para desahogo del espectador.
Concluimos el recorrido enterándonos que del catálogo nos separa un abismo de 899 pesos –será para la próxima Vargas Llosa, Carlos Fuentes–. Partimos agradecidos de no haber escuchado a una gruesa dama diciendo sobrepeso u obesidad. Mirados por Botero, todos somos gordos. Y hace mucho que decir “gordura” no era un cumplido ni muestra de admiración.

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