La sombra de las palabras

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El eco de un disparo a quemarropa se ahogó de súbito en la nieve. Un hombre de 50 años, famélico, cayó sin vida, con la ración de alimento que había recibido minutos atrás y los papeles falsos que lo pondrían a salvo en cuestión de horas. Era la mañana del 19 de noviembre de 1942, en una calle de Drohobycz, en la Polonia (actual Ucrania) del Imperio Austrohúngaro y que entonces se hallaba bajo la ocupación alemana en plena Segunda Guerra Mundial.
El hombre: Bruno Schulz, dibujante, escritor y crítico judío que cinco años antes había viajado a París en busca de una galería interesada por su obra, pero al encontrarse con las vacaciones burocráticas, volvió a su destino, derrotado por lo ineludible.
La sombra del azar y la exacta memoria de la muerte confirmaron el porqué de su desastrosa unión. Schulz fue encomendado por Félix Landau, miembro de las SS, para pintar la recámara de su hijo, sin imaginar que un año más tarde moriría a manos de Karl Gí¼nther, también oficial de la Gestapo. Mientras con trazos de reminiscencia goyesca conjugaba la fantasía y la guerra, los amigos de Schulz hacían lo posible por conseguir los medios para liberarlo del gueto y facilitar su huida, al tiempo que intentaban mantener a salvo su obra.
Conocido en primera instancia por sus dibujos y pinturas, en 1934 y tras recibir el apoyo de Zofia Nalkowska, publica en la revista Wiadomości Literackie –donde posteriormente aparecerían reseñas y ensayos suyos–, el relato “Los pájaros”, que anuncia ya un espectro metafórico en esplendor: “Los días se habían entumecido de frío y de aburrimiento, como panes del año pasado”, escribe. Ese mismo año ve la luz el primero de sus libros, Las tiendas de color canela, traducido al inglés como The Street of Crocodiles y que con el mismo nombre marcaría un hito del cine animado en 1986, bajo la lente sagaz de los hermanos Quay.
Profundo lector de Kafka, traductor al polaco de El proceso, Schulz y su obra se han ido despojando por mérito propio de la atribución de kafkiano en el sentido simplificador. Si bien la figura paterna es una constante en la obra de ambos autores, a diferencia de Kafka, Bruno Schulz no la constriñe a la autoridad: “Seducido por las caricias de la Madre abandoné a mi padre; mi vida adquirió un cauce nuevo, sin fiestas ni milagros”. El padre en la obra del autor polaco es sustancia, más que forma; es magia, imaginación, creación, realidad y sentido multiplicados.
Para Schulz, el padre no es la alteridad, sino un sí mismo al que vuelve o aspira al asir su tiempo, traído de nuevo a la vida en Sanatorio bajo la clepsidra, título de su segunda compilación (1937), en la que los mundos de la soledad, las épocas perdidas, los sueños y todas las mutaciones se entrelazan: “Cual pompas de jabón los días se tornaban más bellos y más etéreos, a cada cual más noble, hasta el punto que cada momento de su duración parecía un milagro alargado hasta los límites del dolor”.
Aunque sólo vería un libro más, El cometa, en 1938, la vastedad de su obra consiste no en la longitud, sino en el asombro del cotidiano misterio. Acogido en trazos breves pero voluptuosos, tanto en sus dibujos como en los textos, de vida y tinta indisociables, Schulz habita en la modestia de las sombras, en la pintura distante del fulgor, en la frase capaz de resumir al tiempo la belleza y la locura: “María la loca estaba acostada en un cajón lleno de paja, blanca como una hostia y silenciosa como un guante que la mano ha abandonado”.
Su leyenda, a 119 años de su nacimiento el 12 de julio, ha fermentado al grado de acuñarse el término “schulzología” para su estudio. Desde rastrear una novela todavía perdida, El Mesías, y la correspondencia enterrada en algún patio hasta reconocer su lucidez ensayística en “La manifestación de la realidad”, ars poetica donde afirma que: “La vida de las palabras es como el descuartizado cuerpo de la serpiente legendaria cuyos trozos se buscan en la oscuridad”, los investigadores de Schulz tienen suficiente trabajo y sus lectores un mundo por desvelar, como los frescos que aguardan tras las capas de pintura en una vieja pared, con la seguridad de hallarse frente a infatigables sorpresas.

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