La sangre que redime

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La ley de los hombres: la del ojo por ojo. La ley inescrutable de Dios: la del sacrificio. En La zona (2007) Rodrigo Plá se adentra en la ceguera que en el hombre acciona cuando se siente invadido en su territorio y busca el pago del delito con la vida del intruso. Y en la multipremiada Desierto adentro (2008), el dedo divino señala las pequeñeces y obsesiones perecederas del ser humano: tras el pecado cometido no hay manera de congraciarse con la potestad divina si no es a través de la propia sangre del pecador, porque la sangre derramada redime.
La zona es un complejo residencial amurallado, con cámaras que funcionan las 24 horas del día y grupos de vigías: 1984, de George Orwell había prefigurado ya las ciudades levantadas (cotos) en el seno de las ciudades mismas, donde nada escapa a los ojos vigilantes. Allí adentro todo está organizado, previsto; aun más, alienado. Pero la amenaza que pone en entredicho la invulnerabilidad de esa estructura, llega por vía externa: una noche de lluvia un anuncio espectacular cae y abre un boquete en uno de los muros, y por allí ingresan dos hombres y un adolescente a robar. Y se desata la cacería humana: el error que da paso a la catástrofe, a la iracundia.
El planteamiento de Plá denuncia el grado de insensibilidad que acusamos hoy los seres humanos. La zona es una alegoría que nos retrata a todos por igual: los residentes del lugar es gente adinerada, pero en las actitudes y proceder ante la desgracia nos parecemos todos. Cada quien ve por su beneficio, no importa si ello nos emparenta con un animal salvaje suelto por las calles. Cuando Sabines escribió en un poema que “el pez grande se traga al chico”, a esto se refería sin duda. Más que arrieros, somos lobos y en el camino andamos.
A través de la lectura de 1984 se percibe el escenario de una sociedad vigilante y vigilada al mismo tiempo, que en La zona, sin querer emular la obra orwelliana, Plá recrea: un despiadado juego de un ojo para todos y todos para un ojo. Un residente de La zona se pregunta: “Cuando mi hijo crezca y pregunte, ¿cómo le voy a explicar por qué vivimos detrás de un muro?” Quizá la respuesta la obtenga de esos rostros de ira apaciguada por la sangre vertida: los ladrones acaban muertos por manos de los habitantes de La zona. La ley de los hombres: la del ojo por ojo.
Natalia y su amante se dan a la “errancia” para expiar sus culpas: la muerte de Tanilo en su camino a Talpa. Como en la narrativa rulfiana, así Elías, el personaje principal de Desierto adentro, comienza una dolorosa marcha hacia el altar de Dios: busca obtener el perdón por haber provocado la muerte de su esposa e hijo en pleno conflicto religioso en México en 1926. Y para ello se establece en el desierto, donde construye, junto con sus seis hijos, una capilla que lo reconcilie con la potestad divina. Plá echa mano de la atmósfera opresora que Rulfo despliega en El llano en llamas.
La idea original del filme, según Plá, surgió de la lectura de los diarios del filósofo Soreen Kierkegaard, quien cuenta que su padre vivió con la convicción de que Dios habría de castigarlo arrebatándole a sus hijos de forma prematura por un pecado que él cometió. La existencia de Kierkegaard –como la de Elías– transcurrió bajo el peso de esa tortura interna.
El personaje de Plá lleva en sus adentros ese tipo de culpa que el hombre no se perdona a sí mismo y arrastra a su familia al éxodo y al cumplimiento de una penitencia impuesta por él mismo. Elías es un tipo con aires mesiánicos que se retira al desierto a expiar sus yerros, así haya que soportar el aislamiento y la locura de una soledad autoimpuesta y flagelante.
Elías, sujeto a esa parca concepción de escenarios que lleva a pensar en La strada, de Federico Fellini o en esa planicie incolora de la París-Texas, de Wim Wenders, elige para él y los suyos, sobrellevar con dolor un lastre divino: pero esa pretendida redención destruye, a su paso, a su familia misma. Sabe que el pecado se lava con la sangre derramada –las muertes de su esposa e hijo se lo prueban: la ley del sacrificio–. Sangre necesaria para restablecer el equilibrio entre Dios y los hombres.

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