La nínfula asesina

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En la primera escena de Lolita (1962), el profesor Humbert Humbert le dice al dramaturgo Clare Quilty, apuntándole con una pistola: “De todos modos ya está muriendo, Quilty”, como si fuera un juez que leyera la sentencia a un condenado a muerte. En el colmo del patetismo, HH le da a leer a Quilty un poema: un impuesto último deseo. Y ahí estaba Humbert, tras cuatro años después de recorrer por carretera Estados Unidos, ocultándose en hoteles, moteles y casas para turistas, con Dolores Haze (Lolita), la nínfula de 12 años de la que quedó prendado (teniendo él 42) apenas la viera en el jardín de la casa de la señora Charlotte Haze. La escena es digna de recordar: Lolita, con gafas oscuras, un traje de baño y una pose sugerente, leyendo un libro, está tendida al sol. Y eso fue todo: como León ante Emma Bovary, HH no necesitó nada más para sucumbir.
En la novela de Vladimir Nabokov (1899-1977), en la que está inspirada el filme, de entrada no hay indicio alguno que señale que hacia el final del texto HH cometerá un asesinato: nada más alejado de su carácter de europeo profesor anticuado que detesta las prestancias de la vida norteamericana. Es cierto que piensa, con calculada inteligencia, cada paso que va a dar (como el hecho de que se casa con Charlotte Haze, a la que considera una vaca insoportable, con la única intención de estar cerca de su hija Lolita), pero ello no es suficiente para entrever del todo su naturaleza asesina. Dar muerte no es precisamente una de sus cualidades enciclopédicas.
El largometraje de Kubrick (su novena cinta, de entre las que se contaban El beso del asesino –1955– y Casta de malditos –1956–), cuyo guión fue hechura del mismo Nabokov, arranca justo en el final de la novela del escritor ruso: la muerte de Clare Quilty a manos de HH; el motivo: le robó a Lolita más de dos años antes y es, en suma, el culpable de que ahora ella esté con un tipo sin brillantez, embarazada y sin dinero. La película de Kubrick subvierte el móvil de las historias policiales (encontrar al asesino o fugitivo ladrón): comienza con el asesinato y, en una elipsis monumental, las escenas subsecuentes explican –una puesta en escena con un coro de voces que animan las carreteras norteamericanas y sus pueblos desperdigados y somnolientos– ese arrebato de HH, cuyo fondo es un incipiente amor vuelto, al paso del tiempo, un lacónico desamor.
Kubrick, más que centrarse en el deseo y el desenfreno de Humbert, construye una historia de amor, y ahonda en una de las motivaciones de HH para arrebatarle al mundo a Lolita: la belleza y su caducidad: Annabel Leigh, el amor adolescente de Humbert muere de tifus apenas a los 15 años, y desde allí establece la tesitura de sus emociones y el alcance de sus querencias: “Estoy persuadido… de que en cierto modo fatal y mágico, Lolita empezó con Annabel. […] a partir de entonces ella me hechizó, hasta que, al fin, veinticuatro años después, rompí el hechizo encarnándola en otra (en Lolita).” Acicateado por este pasado e influido hondamente por el poema “Annabel Lee”, de Poe, HH decide llevarse a Lolita en busca de un edén que los cobije, pues en ningún lugar le permitirán legalizar la unión de una niña de 12 años con un hombre cuarentón. Y sabedor asimismo de que Lolita crecería y su belleza y carácter demoniaco de nínfula iba a desaparecer con el tiempo. “La hermosura cautiva no sólo por su perfección, sino porque puede ser destruida”, escribe Juan Villoro en “La piedad de un asesino”.
La pintura “El viajero frente al mar de niebla” (1818), de Caspar David Friedrich, podría constituir la representación de Lolita en la mente de HH: un hombre de pie sobre un risco, frente a un horizonte nebuloso y vacío, difuso, de oleadas y vaivenes tras los que, al fondo, no se puede percibir nada claro, aunque de algún modo lo abriga. Por eso la irrupción de Clare Quilty en la novela no se materializó totalmente, sino hasta el capítulo final y en el filme de Kubrick aparece en la escena primera: en las dos puestas en escena el amor romántico sucumbe ante la muerte (Lolita, con su ninfulidad, inflige la muerte física en Quilty y la espiritual en HH), al igual que la horca del poeta Eugenio León hecha de los cabellos de su amada, Elena Rivas en Salamandra (Efrén Rebolledo, 1919): “Una espesa mortaja, una fúnebre ajorca / es tu lóbrego pelo; mas tanto me fascina, / que haciendo de sus hebras el dogal de una horca, / me daría la muerte con su seda asesina.”

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