La irrealidad al poder

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Si nos preguntáramos la utilidad que tiene, por ejemplo (y en memoria del gran Julio Cortázar), arrancar la pata de una araña, guardarla cuidadosamente en un sobre y enviarla al ministro de relaciones exteriores; la utilidad de ir contando los árboles mientras andamos por la acera, detenernos cada cinco en un solo pie y lanzar un grito; aquella de entrar en una cafetería y amontonar azúcar al centro de la mesa, para después escupir suavemente en medio de esa montaña; la utilidad de entrar abruptamente al edificio para testimoniar el minuto en que el ministro abre el sobre y palidece y se ve atónito, presa de la pata de esa araña…
Al intentar buscar una función a todas esas “maravillosas ocupaciones”, desde la perspectiva férrea, la que se planta con los pies “bien puestos” en la realidad, la que sabe, en suma, adaptarse a dicha realidad marcada por los valores sociales, seguramente seríamos incapaces de encontrar algún sentido a lo que narra Cortázar.
No sólo millones de obras de la literatura, del cine, de la pintura, etcétera, podrían ser candidatas ideales para un incendio frenético; también, metafóricamente, se incluirían en esa quema todos los ensueños que dieron lugar a las obras de creación artística y, por qué no, los vuelos infantiles y en general lo relativo a la imaginación (sueños, imaginaciones que no se plantean aquí como corrientemente los emplea la mercadotecnia —quizá precisamente a falta de ese otro sentido—, que insiste en el deber de soñar con una casa, un automóvil, una “vida”).
Es a esta función de imaginar, a la que apela el filósofo Gastón Bachelard (1884-1962), como una necesidad. Él la denomina “función de lo irreal” y nos remite a esa necesidad ficcional, a esa voluntad de invención y fingimiento que está en la base de las obras artísticas —por más que éstas se etiqueten como realistas—, pero que todo hombre tiene capacidad de llevar a cabo sin ser un artista, sin realizar obras de esa índole.
Comúnmente a alguien que carece de la “función de lo real”, se le adjudican enfermedades mentales (asunto que no se pretende cuestionar), socialmente es declarada su incapacidad de adaptación e integración, y los fármacos se convierten en la muleta para transitar la realidad. Sin negar que efectivamente es una carencia el estar privado de tal función, sin intentar trazar los difusos límites entre locura y cordura, piensa el francés que no suele cuestionarse esa otra invalidez, esa falta que experimenta aquel cuya función de lo irreal se encuentra muerta o, en el mejor de los casos, adormecida.
No se niega aquí la importancia de los valores, costumbres y demás aspectos que nos capacitan y hacen posible al hombre encontrarse inmerso en una sociedad. Sino de poner de manifiesto esa otra faz, esa función de lo irreal en que se acuñan los valores de la soledad. Escribe Bachelard en El aire y los sueños que “la manera como nos escapamos de lo real descubre nuestra realidad íntima”.
El arte en general —desde la óptica en que nos hemos situado— se presenta como esa vía de fuga hacia lo irreal; no únicamente el arte que nos sumerge —como el mencionado cuento de Cortázar— en una atmósfera aparentemente irrealizable… cualquier manifestación que nos desdobla y nos sitúa en ese otro lado, donde priman los valores imaginativos, mismos que no tienen un referente con el cual “constatarse” o con qué medir su grado de verdad.
Paradójicamente, en la actualidad, por un lado se demerita la ficción en el sentido mencionado, pero a un tiempo —casi sin percatarnos de esa irrealidad que proponen los medios, el mercado, etcétera, como forma de vida—, nos vemos ávidos de una “realidad”, que hurgando un poco más, se nos aparece hueca, uniformizada gracias a los efectos del maquillaje con que se presenta. Así, los programas televisivos, los libros más populares parecen ser aquellos “basados en hechos reales”, incluso los reality show en sus distintas versiones emulan —frecuentemente de manera grotesca— esa “realidad”. El arte, parece, no es ya la plataforma para los escapes —en el sentido positivo con que se tratan aquí—, entonces ¿qué perspectivas ofrecen sueños de fuga tan dirigidos por los medios como la fama o el dinero?
Sin entrar en debates sobre una posible jerarquía entre los distintos valores (qué importa más), la irrealidad del arte representa una vía de soledad —compartida— o, más propiamente, la realización individual de esa vía (por la imposibilidad de dar un sentido único, un significado exclusivo a cualquier obra artística). La ficcionalidad, tal como viene planteándose desde el mercado, es a fin de cuentas programada, digerida, imposibilitada para las interpretaciones, los pensamientos individuales… Como denuncia Bukowski: “Tenemos a los comecocos, a los pensadores, a los grupos de especialistas, los equipos presidenciales organizados para dictaminar quién está loco, quién está alegre, quién está triste, quién tiene razón y quién no, encerrar a los locos cuando cincuenta y nueve de cada sesenta hombres están chiflados, con neurosis industriales y esposas y peleas y no tienen tiempo para pararse un rato y pensar dónde están y por qué y cuando el dinero que les ha mantenido en marcha y ciegos tantísimo tiempo, cuando eso ya no sirva, entonces ¿qué vamos a hacer?”.

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