La historia de los caídos

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En una dinámica propia de la época, Mariano Azuela escribió un relato coloquial sobre un campesino villista de Juchipila, Zacatecas, que envió —hace ya justos cien años— al periódico El Paso del Norte. Los corridos, lo mismo que las novelas por entregas, los llamados “folletines”, habían servido desde el siglo anterior para matar el tiempo informando, como bien escribió Alberto Villegas sobre la novela popular mexicana, “desde los que sólo sabían deletrear, hasta los más cultos y doctos”. Y es que la novela popular había resultado además efectiva, incluso más que las crónicas noticiosas, de modo que gobiernos anteriores habían prohibido su publicación por considerarlas subversivas y alteradoras del orden social. Así había sucedido con El Periquillo Sarniento de Joaquín Fernández de Lizardi en 1816, cuando tuvo el atrevimiento de criticar la esclavitud. Otras obras como El fistol del diablo, de Manuel Payno (1845), o Astucia (1865) de Luis G. Inclán, no se habrían publicado de no ser por los bajos costos que llegaron a alcanzar las publicaciones por entregas de los periódicos, lo que los volvió un medio rentable y competitivo, de modo que poco a poco las novelas populares adquirieron además de fama, una calidad que para principios del siglo XX era valorada incluso por estudiantes e intelectuales, quienes seguían las historias semanalmente.

Los de abajo, otra forma de la historia
Ni el mismo Azuela sabía que con aquel primer capítulo de Los de abajo daba inicio al género de la Novela de la Revolución, y mucho menos que aquel breve relato tendría tanto éxito que el periódico le pediría que continuara la historia con varias entregas más. De hecho, de lo único que Azuela parecía estar bien consciente era de que su texto, cargado de expresiones populacheras y con una sencilla estructura narrativa entre costumbrista y realista, sólo sería leído por el mismo público que otras populares narraciones de la época, es decir, por obreros, artesanos, periodistas, sacerdotes y uno que otro lector de oficio de esos que le leían a los campesinos durante la hora de comida en la siembra. Pero un año más tarde el mismo periódico lo imprimió con una estructura novelada, y en 1925 fue publicado por capítulos en El Universal, esta vez con ilustraciones. En cada ocasión, Azuela dio algunos retoques, un hilvane narrativo, para el que sería un invaluable documento de la memoria histórica mexicana, una novela realista y crítica acerca de una revolución larga y agobiante en la que el fracaso no había sido en realidad político, sino social; en la que los caídos, como Demetrio Macías “con los ojos fijos para siempre”, habían sido los de abajo.

Eran los de abajo, ésos que habían luchado en la bola para el líder equivocado, en un tiempo en que los líderes equivocados parecían ser los certeros. Apenas un año atrás habían combatido juntos Zapata, Villa y Carranza contra Victoriano Huerta, y luego, en 1915, en medio del caos, volvían a enemistarse. Pero para un hombre como Demetrio Macías, realmente ninguna de esas tretas políticas tenía tanta importancia; lo que de veras quería Demetrio —con toda esa rabia contenida— era vengarse, poner en su sitio a esos Federales que sintiéndose dueños del país habían amenazado con violar a su mujer. Igual que puñados de campesinos, se había unido a un movimiento que ni siquiera conocía, desprovisto de ideales pero cargando con el hambre, con el peso del abuso y el anónimo coraje de quien trabajando días, siempre iguales al anterior, apenas conseguía comer.

Mariano Azuela bien sabía lo que era servir a la causa sin conocerla: había debido exiliarse a El Paso, Texas, huyendo de la persecución carrancista por apoyar los mismos ideales que éste, aunque desde el bando de Pancho Villa. En su consultorio en Jalisco, cuando el villista Julián Medina era gobernador, el médico-escritor había escuchado montones de historias similares, montones de demetrios macías, montones de campesinos villistas aferrados a la lucha ya nomás por conservar la vida o esperando ser recompensados con tierras o —de menos— con venganzas a añejos rencores. Se había topado también con varios Luises Cervantes, citadinos clasemedieros con un romántico deseo de sumarse a una lucha que creían inmaculada, profunda e ideal. Él mismo parecía reprocharse su propia ingenuidad a través de Luis Cervantes, médico de expectativas volátiles inmerso en un ambiente contundentemente realista que lo llevaría a escaparse a los Estados Unidos para terminar trabajando —dando cuenta de su dudoso carácter revolucionario— como empresario.

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