La eterna pesadilla

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Quien al alba despierta de un mal sueño, todavía con la mente entreverada en jirones de noctámbulas y perniciosas imágenes, que el cuerpo hizo suyas en el temor de la angustiada piel y con las que los ojos tropiezan en su realidad, aún obnubilados, en tanto logra desprenderse de las nefastas visiones, pronto sabe que por pavoroso o inacabable que pareciera el tormento, ya ha terminado.

Con Franz Kafka no es así. En el relato La metamorfosis, apenas en los primeros renglones está dispuesta la abominable sentencia de desdicha con la que el protagonista al despertar ha dado inicio a su inexorable padecer: “Cuando Gregorio Samsa se despertó aquella mañana, luego de un sueño poco tranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto”. Bien ha dicho Jorge Luis Borges, sobre éste y todos los textos del escritor praguense, que “nadie ha dejado de observar que las obras de Kafka son pesadillas”.

La metamorfosis fue escrita hace cien años, y aunque es parte representativa de toda la escritura kafkiana ha trascendido en fama a otros de sus textos más elaborados. Aquí como en sus otros escritos yace una evidente manifestación de la conflictiva relación con su padre que lo tiranizaba y menospreciaba, y la que en realidad motivó toda su creación literaria, cosa que él mismo dio cuenta de manera abundante y detallada en Carta al padre: “Lo que yo escribía trataba de ti, sólo me lamentaba allí de lo que no podía lamentarme reclinado en tu pecho”.

En su literatura está plasmado el temor y rencor que sintió por su padre, pero a la vez se encuentra ahí proyectado el desasosiego físico y moral que le causó la perenne tribulación de vivir la segunda mitad de su vida (murió a los cuarenta años) postrado en hospitales a causa de la tuberculosis. Y es quizá en La metamorfosis donde se hagan más patentes a un mismo tiempo ambos pesares. Refleja en ella la imposibilidad de liberarse de la opresión familiar y de una salud maltrecha. La desventura de quien por más que se esfuerza en afrontar la vida es inequívocamente frustrado o ignorado en sus intentos, pero también, y aún cuando no de la manera omnipresente y asfixiante como ocurre en El proceso o El castillo, hay indicios de un sistema social o estatal que medra autoritario y vigilante. Es esto último lo que logra despojar a una persona de su condición humana para convertirlo en un bicho o una sabandija a la que hay que confinar, dejar morir y deshacerse de sus repugnantes restos.

Las obsesiones de Franz
Borges ha señalado que “dos ideas —mejor dicho, dos obsesiones— rigen la obra de Franz Kafka. La subordinación es la primera de las dos; el infinito, la segunda. En casi todas sus ficciones hay jerarquías y esas jerarquías son infinitas”. Gustoso de lo antiguo e intrincado, Borges también cree que la progresión de obstáculos en Kafka se asemeja tanto a la paradoja de Zenón en la que en un imaginario certamen interminable entre Aquiles y una tortuga, al héroe griego le es imposible dar alcance al reptil debido a que las condescendientes ventajas iniciales que le ha dado se tornaban infinitas (al menos de acuerdo a los conocimientos matemáticos de la época).

Del hecho de que las pesadillas literarias de Kafka se relacionan más que nada con la realidad, y que según el propio Borges están hechas de manera sencilla y donde “el argumento y el ambiente son lo esencial; no las evoluciones de la fábula ni la penetración psicológica”, y de ahí “la primacía de sus cuentos sobre sus novelas”, el crítico Georg Lukács cree que se comprueba en sus particularidades narrativas.

Así, dice que en Kafka “lo inverosímil, lo más irreal, parece real a causa de la fuerte y sugestiva verosimilitud de los detalles”, y sin ello, la “evocación  permanente de lo fantasmagórico surgiendo de nuestra existencia total […] reduciría la pesadilla a un simple sermón. El viraje al absurdo de la paradoja en la totalidad de la obra de Kafka presupone pues una base realista en la plasmación literaria del detalle”. Por esto —continúa Lukács— “hay pocos escritores que hayan podido plasmar con tanta fuerza como él la originalidad y elementalidad de la concepción y representación de este mundo, y el asombro ante lo que jamás ha sido todavía”.

George Steiner ha sido otro de los que han ensayado sobre la trascendencia de las obras de Kafka, sus motivaciones y su esencia de multiplicada desazón, porque éste “produce una sombra tan grande y es objeto de una empresa crítica multitudinaria porque (y sólo porque) el laberinto de sus significados se abre, por sus esclusas secretas y difíciles, a las amplias vías de la sensibilidad moderna, a lo que en nuestra posición resulta más apremiante y de importancia. Absurdo sería negar la cualidad profundamente personal del laberinto kafkiano; aunque bajo aspectos maravillosos en su núcleo, promueve infinidad de enfoques, infinidad de procesos de penetración”.

Pero sin negar que, aunque universal, su escritura está plagada con la inspiración de su cotidianidad: “Con el tiempo ha resultado evidente que gran parte de su ‘transrealismo’ y su elusión de la realidad del enfoque, elusión paralela a su tendencia a una economía y una lógica de la alucinación, derivan de una observación precisa e irónica de las circunstancias históricas locales. Detrás de las exactitudes de pesadilla en que nos sumen los planteamientos kafkianos se encuentran la topografía de Praga y el imperio austro-húngaro en decadencia. Praga, con su pasado de prácticas cabalísticas y astrológicas, con su densidad de sombras y callejuelas laberínticas, es inseparable del paisaje de las parábolas y narraciones de Kafka”.

Y claro está que con la cábala va de la mano su judaísmo, en el que se debatió entre el desarraigo de la tradición y la incapacidad de hacer una renovación de esa cultura, ya que él era más que nada un judío occidental o “asimilado”, así como de las vivencias de persecución que sufrió a causa ello: “Valiéndose de un presentimiento de las Memorias del subsuelo, de Dostoievski, Kafka dibuja la reducción del hombre al estado de sabandija atormentada. La metamorfosis de Gregorio Samsa, que fue considerada sueño monstruoso por aquellos que primero tuvieron conocimiento del cuento, había de ser el destino literal de millones de seres humanos. La palabra exacta para sabandija, Ungeziefer, es un latigazo de clarividencia; así designaban los nazis a los gaseados”, dice Steiner.

Para Borges, “la más indiscutible virtud de Kafka es la invención de situaciones intolerables”. Pero esa sensación está en su literatura porque él mismo no resistía su propia existencia o lo que la rodeaba. En sus Diarios escribiría que era “incapaz de vivir,  de hablar con seres humanos […] Me aislaré de todos hasta la inconsciencia […] Hundimiento, imposibilidad de dormir, de permanecer despierto; imposibilidad de soportar la vida o, con mayor precisión, de soportar el sucederse de la vida”. Y en sus Cuadernos en octavo, uno de sus pensamientos contiene todo su amargo desconsuelo: “Los sueños me invadían, yo yacía en la cama cansado y sin esperanza”.

Gregorio Samsa “estaba echado sobre el duro caparazón de su espalda, y al levantar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia. —¿Qué me ha sucedido? No, no soñaba”.

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