La escuela mi cárcel

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Su historia parece extraída de una película. Mientras charla, los recuerdos se le agolpan de repente, como en una estampida. No puede dejar de hablar sobre ello. A ratos su voz se detiene y se quiebra. Las pocas terapias psicológicas que ha tomado no han servido de mucho. El dolor es profundo.
“La primera noche no sabía qué hacía en ese lugar. Mi mamá dice que me explicó muchas veces que me iba a quedar ahí. Recuerdo que estaba esperándola para que regresara por mí y de repente nos subieron a todas en grupo a los dormitorios. Recuerdo estar muy sacada de onda. La experiencia en el internado fue muy difícil porque sufrí mucho. Realmente estar ahí me partió pues mi mamá era mi universo entero. Estar lejos de ella me dolía, pero me aguantaba”.
Con la esperanza de que su madre rectificara su decisión, Sofía —ahora de 26 años—, rezaba por las noches “para que se acordara de mí y fuera a sacarme de ahí. Le escribía cartas cada fin de año (escolar) diciéndole que ya era más grande y que me podía cuidar sola, para que me llevara a casa…”.
Como muchas mujeres que se quedan con la responsabilidad única de sus hijos, la madre de Sofía tenía que trabajar y no podía cuidarla, por ello decidió que ésta ingresara al Internado para Niñas Beatriz Hernández, donde le cobraban apenas 200 o 300 pesos al año por mantenerla de lunes a viernes.
Los seis años en esa escuela fueron difíciles. Además de estar obligada a cuidar a las más pequeñas, preparar los alimentos, asear los dormitorios y realizar actividades extra escolares por las tardes, las niñas sufrían todos los días maltrato físico y psicológico.
“Las de cuarto a sexto teníamos la obligación de hacernos cargo de una niña de primero a tercero desde que se levantaba hasta que se iba a dormir. Si estaban mal peinadas, por ejemplo, las prefectas nos peinaban con las escobetas con las que lavábamos los baños. Todas las mañanas antes de iniciar clases nos teníamos que formar con las pantaletas en las rodillas y las manos extendidas, porque nos revisaban uñas, zapatos y pantaletas para asegurarse de que estábamos limpias.
”Había la llamada operación tijera, en la que entraban las prefectas a media clase a revisarte el cabello, si no les gustaba cómo andabas peinada, te trasquilaban ahí mismo. Si algo no les agradaba a ellas o las maestras te pegaban o jalaban el cabello hasta quedarse con ellos en la mano. Había un profesor de baile regional que nos golpeaba mucho, fue la etapa más difícil. Con un palito y un tambor marcaba el ritmo, y si no bailábamos como él quería, nos pegaba y nos jalaba el cabello. Nunca le dijeron nada por golpearnos, si lo hacía estaba bien hecho, era normal porque significaba que nos portábamos mal”.
Su estancia en el internado cambió su personalidad por completo y aprendió que en la ley de la selva, gana el más fuerte.
“Haber estado ahí me hizo aprender la regla básica: que te tienes que defender, ya que no hay quién te defienda de las niñas y de los maestros. El peor castigo era no salir el fin de semana y yo hacía todo lo que me pedían con tal de poder salir. El último día de clases no podía creer que ya no estaría ahí, porque repudiaba estar en ese lugar. No estaba ni contenta ni triste, estaba indiferente y esa fue la conducta que siguió en mí por mucho tiempo: era fría, estaba como desconectada del mundo”.
Regresar a casa no significó volver a tener la compañía de su mamá, pues ésta seguía sin poder dedicarle el tiempo suficiente. Salir del internado fue apenas el inicio de un largo periodo en el que la desconfianza, la desorientación, la inseguridad y la inestabilidad estuvieron presentes todos los días.
“La secundaria la hice en una escuela mixta. Si con las niñas me costaba trabajo platicar, con los niños casi me metía debajo de la silla. Me costó mucho trabajo socializar con ellos. Me enfrenté al mundo y me costó demasiado. Hasta ahora es que me considero una persona normal, que ya se está adaptando a la sociedad. Fui una adolescente con mucha depresión, vivía realmente triste, incluso a la fecha me cuesta trabajo pedir ayuda, saber que tengo gente que me respalda porque siempre hice mis cosas sola”.
Madre de dos hijos que tuvo a muy temprana edad, como casi todas sus ex compañeras de internado, Sofía considera que esa fue la vida que le tocó vivir. Su madre, dice, también fue víctima de las circunstancias.
“Creo que hubiera estado peor afuera [del internado] porque mi mamá no me podía cuidar. No me lo decía pero sentía que le estorbaba, por eso yo vivía con mi abuela. Ahora he superado una parte de todo eso porque me la llevo bien con ella y no la juzgo, sé que la vida es difícil y así nos tocó”.

Más control oficial
El internado Beatriz Hernández es uno de los dos planteles administrados por la Secretaría de Educación Jalisco (SEJ), desde hace más de 30 años. Éste atiende a unas 300 niñas entre 6 y 14 años, mientras que el Valentín Gómez Farías, ubicado en la colonia Constitución, recibe a 200 niños de la misma edad.
Atendidos y vigilados por personal capacitado en áreas como la psicología, nutrición, medicina, pedagogía y trabajo social, a decir del Director de educación básica de la SEJ, Roberto Hernández Medina, estos internados sí carecían de control hasta hace unos años.
“Ha habido un cambio radical en los últimos cuatro o cinco años —explica Hernández Medina—, sobre todo en cuanto al maltrato físico. Estamos muy al pendiente de que esto no ocurra, ya que sabíamos qué pasaba. Estar en un internado ya no significa un maltrato ni una segregación de los niños, sino una integración a la sociedad y el apoyo que se les brinda a las familias en cuanto a que tienen que trabajar y no pueden tenerlos en sus hogares. La visión cambió, [ahora] es una escuela prácticamente regular”.
Si en esta “nueva etapa”, como la nombra el funcionario, alguno de los maestros o encargados llegara a abusar física, psicológica o sexualmente de algún niño, las sanciones van desde el cambio de plantel hasta la separación de su cargo, afirma.
“Lo estamos tomando como algo muy serio. Tenemos que hacer una transformación de los maestros en general. En el caso de los internados es donde tenemos más vigilancia y estamos tomando medidas severas si así se requiere. Pero hasta ahorita no hemos tenido ningún caso”.
Antes, los recursos económicos eran entregados a los directivos del internado, quienes se encargaban de contratar al personal de aseo, a los encargados de los alimentos y a los responsables de cuidar a las niñas. Ahora —señala Roberto Hernández Medina—, la Secretaría de Administración de la SEJ es quien maneja los recursos, además de que la contraloría revisa que todos los servicios sean concesionados de la mejor manera.
Jessica estuvo un año en ese mismo internado. Hace apenas cuatro que salió de ahí. No aguantó más tiempo y presionó a su mamá para que la sacara. Su historia difiere de la de Sofía. Ella no tuvo que preparar alimentos ni cuidar a nadie más, aunque ambas coinciden en el maltrato físico del que son víctimas las alumnas, no obstante los cambios referidos por el funcionario de la SEJ.
“No me gustaba estar sola ahí, sentía desesperación puesto que no estaba con mi mamá, y después de unos meses ya no quería ir. Los lunes que regresaba al internado empezaba a gritar como loca afuera en la entrada para que mi mamá no me dejara. Luego venía la maestra y me jaloneaba para que me metiera”.
Además del maltrato del que era objeto por parte de algunas maestras, Jessica recibía agresiones verbales y físicas de sus compañeras. “Las niñas la agarraban contra mí y me molestaban en el salón, cuando me paraba para gritarles y defenderme, la maestra me castigaba. A veces me daba más tarea, me sacaba o me dejaba parada. Había una maestra que a todas nos trataba mal, sólo a una niña la quería. Si no poníamos atención nos daba un reglazo en la espalda sin avisar. Así era siempre…”.

La familia no es siempre la mejor opción
Los menores que son educados en escuelas como éstas sustituyen el soporte emocional que les da una familia por otras personas como los maestros o los compañeros.
El psicólogo y académico de la Universidad de Guadalajara, José de Jesús Gutiérrez Rodríguez, explica que la familia es la red de apoyo social más importante para un individuo, pues es en ella donde se sienten apoyados, defendidos, aceptados, queridos. Si son llevados a un lugar donde sólo salen los fines de semana la convivencia es menor, por lo tanto estos lazos por lo general se trasladan a quienes están con ellos de manera más cercana.
Si aunado al distanciamiento con la familia, el internado es un lugar donde prevalece el autoritarismo, la rigidez, la frialdad y la poca afectividad, esto generará daños a la persona. El sujeto tiende a sentirse solo, piensa que no se le valora, que no se le acepta, siente el rechazo de los demás y esto afecta el desarrollo de su personalidad.
“Al sentirse resentido podría tener problemas de sociabilidad, no podrá desarrollar sus habilidades sociales y su creatividad o valores positivos como la solidaridad y el respeto”.
El jefe del Departamento de clínicas de salud mental del Centro Universitario de Ciencias de la Salud menciona que existen niños que son rechazados por sus padres debido a situaciones de embarazos no deseados o abandono paterno. En esos casos, dice, es mejor que estén en un internado porque en el núcleo familiar sienten el rechazo mediante los regaños, los golpes o la poca atención. La situación ahí se puede volver más dramática.
“Al no tener el soporte familiar, la institución [escolar] se convierte en un ente del que depende el sujeto y a mayor dependencia, mayores condiciones para que haya maltrato y violencia de todo tipo, física, psicológica y sexual al interior de ellas. Esto a la larga puede generar trastornos depresivos, de ansiedad, bajo rendimiento académico, inseguridad, baja autoestima, menos capacidad para habilidades sociales. Las personas son más proclives a las adicciones y tienen menos condiciones para desarrollar trabajos productivos y en suma, para ser felices”.

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