La escritura sin sombra

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Un hombre parado ante la glorieta Minerva súbitamente queda ciego, sordo y mudo. Es el primer caso de una enfermedad que se expande por la ciudad. Los enfermos dejan de percibir el mundo, se convierten en una masa manipulable, sólo les queda la supervivencia. La historia es terrorífica, pero sucede cuando dejamos de pensar, de imaginar, de leer y criticar.
Como humanos somos palabras, nos interpretamos a través de ellas, comprendemos el mundo por medio del lenguaje. Es raro, pero cada vez las utilizamos menos.
La humanidad en cada etapa histórica tiende a simplificar, a conformarse con iconos, a valorar menos las palabras, las olvida, las deja por ahí sin saber qué son, prefiere decir lo que otros dicen.
Habría que bautizarlos como “los silenciados”, que ponen una cerradura al habla, bloquean su memoria y viven en la incomunicación radical, “no poder contar con el lenguaje, constituye una clave de las experiencias catastróficas en el siglo XX” según dice el apocalíptico profesor Sergio Villalobos Ruminott, de la Universidad de Arkansas.
La palabra ha sido tan importante que en la antigí¼edad los hindúes en defensa de su lengua eran capaces de perder la vida, dejarse quemar en la hoguera.
Los escritores franceses sabían que las revoluciones se gestan en el seno del lenguaje. Escribieron sobre el origen de la desigualdad entre los hombres. La retórica persuasiva provocó la Revolución.
Otros románticos saben que las palabras de materia inflamable, que conservan el fuego, generan el amor.
Desconocer nuestro lenguaje es perder conciencia del mundo. Desdeñar las palabras sería volver a una educación a través de la imagen y convertirnos en una típica sociedad absolutista y paternalista, afirmó hace tiempo el escritor Umberto Eco. “La imagen es el resumen visible e indiscutible de una serie de conclusiones a las que ha llegado a través de una elaboración cultural; y la elaboración cultural que se sirve a la palabra transmitida por escrito permanece a la élite dirigente, mientras que la imagen final es construida para la masa sojuzgada”.

Sociedad poco razonable
Una de las respuestas por las que las personas presenten mayor atención a las imágenes, es que suelen salir de las texturas comunes; es más fácil reconocer y fijar en nuestro pensamiento una imagen, que una mancha negra llena de palabras.
De acuerdo a Edgardo López Martínez, jefe del Departamento de comunicación del Centro Universitario de Arte Arquitectura y Diseño, leer exige tiempo, espacio y condiciones especiales; tenemos que hacer una pausa de nuestro cotidiano para entender los significados de la palabra escrita.
La imagen es instantánea, se vuelve reconocible y memorable por su forma, por sus colores, por las asociaciones psicológicas del espectador; además, por el contexto en donde la colocan casi siempre rompen con el ritmo regular del paisaje.
Los estudios en comunicación señalan que acompañar a la imagen con una frase corta, logra gran impacto en las personas. “Las frases o palabras de los slogans nos dicen algo, luego con la imagen los espectadores cierran la asociación, es un tipo de publicidad ya muy estudiada”.
Tanto la imagen y la palabra son lenguajes distintos que nos llevan al mundo; ambos requieren altos niveles de intelectualidad, objetó Gaytán. “Desgraciadamente en nuestra sociedad, el conocimiento es igual a letra escrita, una persona que conoce es una persona que sabe interpretar tanto el texto escrito como la imagen”.
Jorge Franco, del Departamento de letras de la UdeG, estuvo de acuerdo con Gaytán: la pintura o las películas como las de David Lynch son manifestaciones que implican al espectador mucha capacidad de abstracción.
No quiere decir que perdamos el lenguaje escrito, lo que ha sucedido es que perdemos la capacidad de abstracción, debido a que la gente tiende a simplificar su mundo.
Por ejemplo, si van al cine, prefieren ver películas románticas con temas sencillos, si leen un libro tienden a quedarse con lo más superficial. En general, las personas no están dedicadas a ejercitar su capacidad de abstracción y se conforman con elementos simples.
“A los gobiernos les conviene educar a analfabetas funcionales. Con el capitalismo, lo que no produce dinero es relegado: un obrero encuentra más rápido trabajo que un físico matemático, y no por demeritar las profesiones, simplemente para poner como ejemplo que al gobierno le interesa que la gente no lea y no se prepare. Crear a una sociedad que no cuestiona su realidad social, política, económica, que sólo pueda leer cómo opera una máquina”.
Una sociedad que disponga de menos elementos razonables se vuelve manejable, ya que la interpretación de los espectadores se puede controlar a través de la publicidad.

Las abreviaturas de la época
Es imposible saber si el hombre se servirá aún durante mucho tiempo de la palabra o recobrará poco a poco el uso del aullido, decía E. M. Cioran en los Silogismos de la amargura.
Afortunadamente las palabras están ahí, es la sociedad la que decae. En épocas de cansancio, las palabras se inmovilizan, se corrompen y los significados se vuelven inciertos, y el sentido de nuestros actos y nuestras obras también es inseguro. El lenguaje se petrifica bajo la tiranía de una máscara imperial. “Las palabras dejan de tener significados precisos y pierden muchos de sus valores plásticos, sonoros y emotivos”, decía Octavio Paz.
Con la computadora nos hemos hechos más “rápidos” en la acumulación de datos y la resolución de problemas. En medio de una exacerbada comunicación la palabra sufre permanentes abreviaturas y otros recursos de síntesis sin que nadie pudiera evitarlo.
El reemplazo de la palabra por el signo es el nuevo paso de la evolución del lenguaje. Usamos el apóstrofo para poder abreviar palabras y tomamos las caritas del messenger para expresar emotions (emociones), o reemplazamos las preposiciones por la letra ‘X’. Hemos aprovechado la combinación adecuada de signos de puntuación o misceláneas tipográficas para reducir tiempos, de acuerdo a Sergio Arribá, académico argentino que visitó este año la UdeG para ofrecer la conferencia “El uso del chat y la deformación del lenguaje”.
Esto ha provocado que la estructura de la comunicación escrita comience a modificarse. Además, la pérdida de interés por la lectura de fondo enmarca el final complejo del proceso involutivo que vive la comunidad.
La caligrafía no es un elemento ausente en esta vorágine. La escritura diaria también se ve afectada por estos cambios, tiende a correr la misma suerte.
En la antigí¼edad la escritura era considerada arte. Los calígrafos veían su trabajo más que un trazo impecable; sienten la caligrafía, la materializan con las manos pero la comprenden con el alma. Hoy hemos sustituido el bolígrafo por los programas como Word, nuestra caligrafía parece cada vez más a la abstracta receta de un farmacéutico. La inmediatez le ha puesto fecha de caducidad a la palabra manuscrita, pero lo más grave: está en peligro nuestra capacidad de abstracción.

Una palabra de mil trazos

Sergio Vicencio

En el idioma japonés es imposible cambiar la ortografía de una palabra letra por letra a causa de que esta lengua se rige por estándares radicalmente distintos a los del español. Esto no implica que no sufra modificaciones por culpa de medios digitales como los mensajes de celular, los sistemas de mensajería instantánea o incluso los mismos programas de procesamiento de texto.
El kanji, uno de los tres alfabetos que el hablante del idioma japonés debe dominar, destaca por su complejidad y por su cantidad de ideogramas a memorizar. De contar originalmente con casi 60 mil caracteres adaptados del idioma chino, hoy en día se ha reducido en su enseñanza a mil seis ideogramas a nivel primario, poco menos de 2 mil 500 a nivel medio superior y alrededor de 3 mil para los universitarios. Es justamente en este punto del aprendizaje del kanji cuando comienzan los problemas.
El estudiante de preparatoria en Japón pasa gran parte de su tiempo memorizando el trazo y la lecturas de los kanji necesarios para ingresar a la universidad —y no sobra decir que un ideograma complejo puede requerir de veinte o veinticinco trazos y puede ser leído de entre una y veinte formas distintas dependiendo de su contexto—. Una vez aceptados en la facultad, los aplicantes se olvidan de aquellos kanji menos utilizados por una muy sencilla razón: ¿quién se preocuparía por recordar miles de ideogramas complejos cuando el teclado de la computadora convierte el romaji (la escritura en caracteres románicos) en kanji automáticamente?
A fin de entender lo anterior hay que saber que el idioma japonés, a pesar de su complejidad gráfica, requiere únicamente de unos 100 fonemas para la conformación de palabras. Basta pues escribir dichos fonemas en el teclado de la computadora para que el sistema operativo japonés cambie los caracteres de hiragana (el alfabeto fonético) a katakana (otro alfabeto fonético utilizado para escribir palabras de origen extranjero) o a kanji, hecho que provoca que los hablantes de esta lengua olviden la manera tradicional de escribir.
Sucede lo mismo con los celulares, aparatos indispensables para la supervivencia en ese bosque de edificios monstruosos que se llama Tokyo. Estos trabajan con el mismo sistema de cambios fonéticos y dotan a su operador de cientos de opciones automáticas para escribir incluso las palabras más simples. De este modo el usuario no tiene que recordar cómo trazar o leer los caracteres de una palabra y en ocasiones, como sucede en español, ni siquiera tiene que terminar de escribirla.
El debate de si la lengua debe o no verse alterada por medios electrónicos parece inclinarse más hacia el “sí” en su resolución en un país donde tres alfabetos parecen no bastar para hacer la escritura lo suficientemente complicada, pero finalmente el viejo Saussure se lleva las de ganar en cualquier combate relacionado con la lengua. Como el lingí¼ista francés ya afirmara hace tiempo, “la lengua es arbitraria”; es decir, depende de sus hablantes, y de los cambios que estos hagan en ella, para permanecer viva.
Hace sólo un par de siglos los hablantes del castellano pensaban que el español era una deformación denigrante de su lengua. Sucedió lo mismo con la fusión de chino y coreano, que era originalmente el japonés, y que cambió para convertirse en lo que es actualmente. A fin de cuentas no podemos detener el avance de una lengua viva. Somos nosotros, sus hablantes, y no los puristas del idioma, los que estamos encargados de su desarrollo a futuro. Seremos nosotros, arando los surcos de la lengua para plantar su nueva semilla, los que determinemos su fin.

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