La cultura sin Benítez

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Fernando Benítez escribía “Viricota”. Ahora leemos “Wirikuta” al final del encabezado: “Minera canadiense amenaza el sitio sagrado de los wixaritari”, el reportaje por el que Mauricio Ferrer ganó el Premio Nacional de Periodismo Cultural que lleva el nombre del primero. Entre el relato de Benítez, En la tierra mágica del peyote (1968) y la documentada denuncia de Ferrer, la peregrinación de los que en castellano conocemos como huicholes se ha mantenido invariable: desde los enclaves en la Sierra Madre Occidental a los que se desplazaron para evitar el roce hispano y ahora el mestizo, cada año caminan hasta ese punto en medio del desierto de Catorce en San Luis Potosí, donde escalan a la cima de Lemuar, el Cerro del Quemado, donde nació el Sol.
Fernando Benítez era un intruso en ese viaje. No sabía nada de ese pueblo, pero sabía todo lo que entonces se podía saber ellos: había leído las cinco páginas que el antropólogo noruego Carl Lumholtz había escrito sobre ellos en su El México desconocido. Su crónica está escrita desde esa distancia, pero todo reinterpretado a la luz de la investigación posterior, que le hizo comprender mucho de lo que había presenciado al margen, ignorante.
Hoy existe una grafía más o menos uniforme para estudiar y preservar el idioma wirárika –reconocido como lengua nacional–, pero no sólo la miseria sigue instalada en las comunidades huicholas ubicadas en zonas de Jalisco, Nayarit, Durango y Zacatecas, también la profunda marginación de su identidad y sus derechos colectivos y culturales, como se evidencia en la recalcitrante  desconsideración del valor mítico de este lugar sagrado por parte del gobierno federal al otorgar 23 concesiones mineras a First Majestic Silver para explotar vetas ubicadas en su mayoría dentro del territorio de Wirikuta.
Aprovechando la efeméride, mucho se ha dicho de Benítez (como de todo escritor) que el mejor homenaje es leerlo. Y leerlo significa cinco tomos de Los indios de México, obra por la que además de periodista, profesor y diplomático se le conoce también por el título de antropólogo, pues en ella registróuna etnografía básica y hasta entonces inexistente de los pueblos indígenas de nuestro país en la actualidad, es decir desde el presente y no desde el pasado, que es trabajo de la arqueología. También significa sendas biografías de José María Morelos, Benito Juárez y Lázaro Cárdenas; ensayos históricos como La ruta de Hernán Cortés, Los primeros mexicanos y Los demonios en el convento (Sexo y religión en la Nueva España); la crónica de la exponencial urbanización de lo que ahora es la inmensa masa gris capitalina en Viaje al centro de México; otra sobre el fútil esplendor del henequén en Yucatán con Ki, el drama de un pueblo y de una planta; el intenso relato de su encuentro con María Sabina en Los hongos alucinantes, y dos novelas de prosa madura: El agua envenenada y El rey viejo.
Más allá del bonito facilismo, el mejor homenaje a Benítez en estos momentos de amenaza al patrimonio cultural y el desprecio de los derechos de la misma índole de los wixaritari, quizás no sea admirar la actualidad de sus advertencias y lúcidas observaciones, sino modificar las condiciones todavía persistentes que lo llevaron a escribir lo que leemos, y a reflexionar sobre lo que escribía; por ejemplo que: “El etnólogo descubre pronto que el hecho de ser indio supone una subordinación, un estado permanente de explotación y menosprecio determinado por los hombres de su propia cultura. Los indios, conscientes de que ese intruso pertenece al grupo de sus explotadores, recelan de él, piensan que llega para robarles sus tierras o que lo anima el propósito de hacerles daño. El etnólogo, si es honesto, termina convirtiéndose en su defensor y  no sólo pierde la objetividad indispensable a su trabajo, sino que se sale de su propio grupo sin lograr integrarse en el grupo objeto de sus estudio y de su defensa […] Tales son algunos de los sentimientos y de las reflexiones del viajero cuando al iniciar sus investigaciones se enfrenta al exotismo de los indios” (En la tierra mágica del peyote).
Como la lectura es un homenaje solitario y silencioso, el Instituto Nacional de Bellas Artes organizó dos exposiciones, una que recoge retratos de Benítez, recortes de los periódicos en que trabajó y fotografías que ilustraron sus trabajos de lo que fue nuestro equivalente en la misma época al Nuevo Periodismo de Capote, Mailer y Wolfe. La otra, exhibida en Monterrey, de su acervo personal de más de 15 mil documentos que comprenden correspondencia, piezas de arte, más de 9 mil volúmenes, y un fondo especial de 615 libros firmados por autores como Yasunari Kawabata, Gabriel García Márquez, Octavio Paz, Sergio Pitol, Carlos Fuentes y José Emilio Pacheco.
Estos últimos dos participaron junto a Vicente Quirarte, Vicente Rojo, Fernando Canales y Carlos Slim en una mesa redonda en honor y recuerdo de su amigo el pasado 18 de diciembre en la sala principal del Palacio de Bellas Artes. La prensa capitalina recogió de su charla anécdotas sobre su carácter, elegante, generoso, despilfarrador pero lleno de humor; su manera de referirse a los colegas (“hermanito”) y a las damas (“princesas”), su gusto –y cierto desprecio profesiona, según apunta Eena Poniatowska en entrevista para La Jornada– por las mujeres, así como sus recias convicciones políticas, por las que defendió la Revolución Cubana en sus comienzos, protestó contra el gobierno de Díaz Ordaz por la sangrienta matanza de estudiantes en Tlatelolco.
Carlos Fuentes, además, le dedicó un artículo publicado en el diario español El País con más memorias pintorescas, como los arrancones en su BMW y la billetiza de a peso que le arrojaba a los policías para quitárselos de encima, o las recomendaciones de sastrería que iba prodigando entre saludo y palmada en la espalda cuando caminaba con un séquito de escritores y artistas por las calles del centro histórico. El texto continúa trayendo a la mesa nuevamente algunas de las preocupaciones y preguntas de Benítez que nos siguen concerniendo: “¿Cómo salvar los valores de estas culturas, salvándolas de la injusticia? ¿Pueden mantenerse los valores del mundo indígena, lado a lado con los avances del progreso moderno y la norma nacional del mestizaje?”.
Pacheco, por su parte, dijo en el acto solemne que “en general la cultura ha vuelto a ser lo que era antes de Benítez: el patito feo, la paginita escondida entre las secciones de espectáculos. El resultado de esto no es sobre la literatura, es sobre la cultura y el pensamiento”.
Ante tal ausencia y sus consecuencias, cabe y es primordial preguntarnos: ¿Qué es eso que falta? ¿Qué es el periodismo cultural? Una respuesta sencilla se encuentra en el Premio que lleva su nombre cuando define su misión como “Mantener viva la mirada reveladora e integradora de Fernando Benítez sobre las artes y la vida cotidiana”. El propio Benítez en una entrevista con Cristina Pacheco señalaba que él veía a la cultura “como el conjunto de patrones que rige la totalidad de la vida humana y social”. Sin embargo, a la luz del corpus de su obra y las circunstancias actuales, cabe decir que la clave parece descansar más en la cuestión de la mirada que en el tema o su cariz social. No en vano decía Benítez “Creo que el periodismo es literatura, literatura bajo presión, la presión del tiempo y de la actualidad”.

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