La caída de un imperio

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Un callejón, si se quiere con agradable vista, pero sin salida. Eso es la vida para los Buddenbrook. En todo caso, así la entienden: como la anulación de toda posibilidad de querencia nacida en lo más profundo. Jean Buddenbrook se lo da a entender a su hija Antonie, cuando ella se niega a casarse con un hombre que, con el pago de la dote, le dará estabilidad a la Compañía Buddenbrook: “No hemos nacido para perseguir lo que nosotros consideramos felicidad. No podemos elegir”.
Thomas Mann (1875-1955), a los 25 años, terminó de escribir Los Buddenbrook (1900), novela que, en un primer momento, el editor se negó a publicar por su número excesivo de páginas, y cuando lo hizo, la dio a conocer en dos tomos. Mann defendía, precisamente, que ese era uno de sus grandes atributos: el grueso número de páginas (884). No sería la única novela extensa del autor alemán, pues La montaña mágica (1924) y Doktor Faustus (1947), junto con Los Buddenbrook, se inscriben en la tradición de la novela de largo aliento que ya Zolá, Balzac y Tolstoi habían trabajado.
Hay en esta primera novela de Mann –llevada al cine en 2008 por Heinrich Breloer– la crónica de una familia burguesa, los Buddenbrook (o los Mann, “ese recuento de la historia de mis muertos”), acaudalada y comerciante, que se derrumba moral y económicamente en la segunda mitad del siglo XIX. Ese “venirse a menos” no es un asunto menor, de descuidos menudos o producto de un plan orquestado por fuerzas o mentes ajenas: el imperio de los Buddenbrook se precipita al abismo, en gran medida, por las acciones y omisiones de los miembros de la misma familia. Porque Mann “es un padre de familia creador y destructor sólo equiparable al Dios del Antiguo Testamento”, apunta Christopher Domínguez Michael (“Thomas Mann. Brevísimo diccionario”, 2005). Su mano señala y castiga.
Las cuatro generaciones de los Buddenbrook acaban en un puño: aun cuando, en la prueba y el dolor, recurren continuamente a sus antepasados para explicarse –justificar– el presente y vaticinar –adueñarse– el futuro, la gota de su sangre, por no regenerarse más que en sí mismos, acabará ahogándolos. Es la desaparición de una familia que coincide con el fin de una época: el descenso de la burguesía ante la inminencia de la Primera Guerra Mundial y la conformación, tras la derrota alemana, de la República de Weimar.
La decadencia de los Buddenbrook se viene gestando desde la muerte del cónsul Jean, y Thomas, el primogénito, tratará de llevar a buen puerto la compañía Buddenbrook; ésta, sin embargo, se irá a pique poco a poco, y en esto sus hermanos Antonie –Tony– y Christian jugarán un papel relevante. La primera se casará dos veces y se divorciará el mismo número; y el segundo, enclenque –aunque con espíritu libre– y sin visión de futuro, es decir, sin visión para los negocios y coraje para preservar a toda costa el apellido Buddenbrook, contribuirán a que ese imperio se venga abajo como si se soplara sobre un castillo de naipes.
Thomas, último bastión del imperio Buddenbrook, cónsul y luego senador, presidente de la compañía que le dejara su padre, ve venir los negros nubarrones, el derrumbe; una noche le dijo a Tony: “Cuando la casa está lista, te sorprende la muerte”. Y murió. Cayó de bruces sobre el fango, solo, consumido por su propio sacrificio.
Mas el carpetazo a la historia de los Buddenbrook sobreviene con la muerte de Hano, el último vástago varón, hijo de Thomas y Gerda: el niño sucumbe ante su apetito del arte (quiere tocar el piano –a iniciativa de su madre– y no llevar las riendas de la casa Buddenbrook –deseo de su padre–) y su continuo enfrentamiento-debilitamiento ante las órdenes y disposiciones de Thomas: “Desde un piano no se dirige una empresa.” Una vieja disyuntiva, que por añeja vuelve una y otra vez. Sostiene Juan García Ponce: que “Ante la descarnada negación que representa la muerte sólo queda entonces convertir su vacío en voz. Y ésta es la voz del arte: el camino que escoge Hano Buddenbrook para entregarse a la muerte” (Thomas Mann vivo, 1972). Un acto rebelde que arranca de tajo, y de una vez por todas, el árbol genealógico de los Buddenbrook.

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