La belleza de una nariz rota

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El boxeo es la extensión del dolor. A base de miles de repeticiones, los pugilistas hacen del golpe efectivo uno más de sus reflejos. Mientras la mayoría de los hombres modernos caminamos por el mundo con nuestros instintos adormilados, el gladiador del cuadrilátero depende de su capacidad física (como un cazador en las estepas siberianas) para sobrevivir.
Todos los sentidos palpitan bajo las cegadoras luces del ring. Ni los perfumes baratos, ni los gritos de apoyo de padrotes y “representantes”, ni el amor borracho del público causan mella alguna en el boxeador. Es él y su soledad. Es él y su sombra (el otro)… como siempre ha sido.
En una fotografía vemos una vez más la representación del “Duelo a garrotazos” que Goya pintara hace casi doscientos años. Dos hombres se lanzan uno frente al otro con el único fin de destruirse. La creación del Universo se limita a este acto irracional. Caín y Abel lanzados al fin de los tiempos. La destrucción, como decía Bakunin, también puede ser una pasión creativa.
Y los personajes secundarios de este drama bíblico parecen siempre sacados de una mala película de cine negro. Sus rostros se nos aparecen cada vez más cínicos si los comparamos con esa concentración mística de los boxeadores. Sus gestos en lugar de compasivos parecen una burla ante el dolor de esos dos condenados a muerte. La sonrisa de botox de la reportera nos parece un insulto ante la belleza primitiva de una nariz partida o de una ceja reventada. En un mundo donde lo políticamente correcto controla cualquier arranque natural —antes siquiera de que se haya pensado—, estos guerreros representan un último resquicio de libertad.
Hemingway ha sido de los pocos escritores que pudo capturar esa soledad del boxeador. Sus personajes (ya fueran cazadores, toreros o pugilistas) se jugaban todo su destino en un último golpe debilitado e incompleto, como suelen ser los manotazos en los sueños. El hombre está ahí, con un par de guantes y sus músculos destrozados en medio de un sordo griterío. El sudor le sabe acre porque ya no suda.
Sangra.
Y al mismo tiempo que se ha convertido en un hombre maldito, comienza a volverse un santo, al que todos quieren tocar para salvar su propia alma.

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