La barca en el agua canta

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Poesía y vida, de algún modo, son inseparables. Conforman una dualidad que en su ir de la mano se compenetran: una da lugar a la otra y, viceversa, la otra da lugar a la una. Porque la poesía, más que conocimiento de mundo y saberes acumulados, proviene de la experiencia que brota de la entraña, esa raíz que se alarga desde los adentros de cada uno en su soledad y querencias personales.
A propósito de los 110 años del nacimiento de José Gorostiza, este 10 de noviembre, sería casi una obligación asomar los ojos, y el alma con ellos, al conjunto poético, escaso es cierto, del vate tabasqueño nacido en San Juan Bautista (hoy Villahermosa): Canciones para cantar en las barcas (1925), Muerte sin fin (1939) y Del poema frustrado (1965). Porque la poesía, alejada de fines utilitaristas y prácticos como todo lo que hoy se frecuenta y pone en pedestal, en su hechura o lectura, es un ejercicio escasamente practicado, ninguneado además.
La poesía, sin pretender dar una definición exacta, es lenguaje, y uno se inventa a partir del lenguaje. “El poema es la experiencia de la palabra”, escribió Paul Valéry, y como entre la espada y la pared, “todo escritor se encuentra entre el lenguaje y las cosas”: cada autor tiene, para su hacer poético, un universo de palabras, se identifica con ellas, las siente, le son cercanas, afines. Las va haciendo, en la tarea de la escritura, parte de su sangre.
No obstante que algunos críticos señalan que en Canciones… Gorostiza se aleja de lo tropical y sus influencias, en realidad dibuja, aunque a la distancia, una telaraña de sensaciones (inteligencia y sentimiento) que nos acercan al mar y su transcurrir cotidiano, al horizonte, la playa, al viento, las ventanas, el amanecer, las barcas, las orillas, los pescadores, mediante un vocabulario que en su sencillez denota pureza y un trabajo arduo y detallado. “Pescador de luna” ejemplifica esto: “El mar ante la noche se ilumina, / y sus olas doradas, al nacer, / florecen como un ansia repentina / en ojos de mujer. // Pez de luna bruñida no se pesca, / pescador”; y “Elegía”, como oración dicha al viento, lo remata: “A veces me dan ganas de llorar, / pero las suple el mar.”
De Canciones… le dijo el poeta a Emmanuel Carballo en entrevista, que lo “hizo sufrir años enteros durante su larga gestación” (Protagonistas de la literatura mexicana, 1986). Gorostiza era endeble, de suma inteligencia, pero endeble. Más un hacedor, un constructor, un pescador.
El poeta conoce la poesía, sabe donde se halla, y porque la conoce la ama, “la captura, por fin, a veces, en una red de palabras luminosas, exactas, palpitantes”: Muerte sin fin planta al hombre, minúsculo, frente a Dios; el acoso tenaz de la inteligencia, que carcome y penetra, que hace dudar, desde lo racional, de la esperanza, y que, no teniendo salida a la vista, “sitiado en mi epidermis”, apela a lo último, “constreñida / por el rigor del vaso que la aclara / el agua toma forma.” Hay en Muerte sin fin una petición a grito pelado que, en apariencia, nadie acoge: “Pobrecilla del agua (el hombre), / ay, que no tiene nada, / ay, amor, que se ahoga, / ay, en un vaso de agua.” El hombre que se pierde en sí, que, solo frente a la muerte nada más atina a decir: “¡Anda, putilla del rubor helado, / anda, vámonos al diablo!”.
Porque la poesía es una cosa de vida o, dicho de otro modo, en ella al poeta le va la vida. Muerte sin fin, un poema que de entrada se antoja indescifrable y titánico, representa en la obra gorostiana (término acuñado por Alfonso Reyes), la altiplanicie a la que aspira el poeta: en él, como en todos sus poemas, es posible entender a Gorostiza de cuerpo entero. Allí encuentra sentido su existencia, marcada por dudas y silencio, alejamiento y timidez. Es cierto que Gorostiza es un poeta que nos queda lejano en el tiempo, mas la distancia no hace sino resplandecer aún más su poesía. “La poesía –nos recuerda Valéry–, a diferencia de la prosa, se hace respetar […]. Representa una propuesta para ser vivida, encarnada, asumida.” Y la obra gorostiana está allí para ser vivida, encarnada, asumida. Como la barca que, en el agua, en su vaivén ligero, canta.

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