Kitsch la basura con estilo

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Pero qué lindos los niños jugando sobre el pasto. Pero qué linda es la lindura de ver a los niños jugando en el pasto. La diferencia entre estos dos estados de la emoción resultan la clave del kitsch, según la ya clásica explicación de Milan Kundera en su novela La insoportable levedad del ser.
Se trata de un fingimiento, de un alejamiento, una pantomima, una copia, una imitación… o como dijo Platón en su también clásica parábola de la caverna: la sombra de la idea. Y en el peor de los sentidos.
Nacido de las consecuencias de la Revolución industrial y el reordenamiento de clases sociales, el kitsch es una actitud de nouveau rich: cuando los artesanos analfabetos acumularon tanto o más dinero que la antigua nobleza, los complejos de jerarquía que la cultura aún no logra superar, les hicieron sentir la necesidad de comprar toda clase de productos que los señalaran como parte de un sector superior.
Un ejemplo modernizado es una persona que compra unos zapatos que imitan un modelo de marca cuyos precios son inalcanzables para la mayor parte de la población, incluida esta hipotética persona. Al adquirir esa imitación, el individuo proyecta una exclusividad que de hecho lo excluye. Con ello se desatan dos fenómenos opuestos, pero al mismo tiempo coherentes: admite implícitamente su inferioridad y desgasta la superioridad que anhelaba, porque la abundancia de imitaciones neutraliza el alto estatus que supone la edición limitada.
La producción masiva de productos que imitan, no sólo marcas, sino estilos, tendencias, formas, conceptos e ideas a bajos precios, ha encontrado el ambiente ideal para reproducir el espíritu kitsch: los ceniceros de falso cristal cortado en cualquier sala de familia clasemediera, la litografía de La última cena de Da Vinci en el comedor, en el librero La Enciclopedia Británica pagada en abonos infinitos y facilitos, el collar de perlas sintéticas de la abuela…
Supongamos que no ha comprado una imitación nuestra hipotética persona. Se trata de un auténtico nuevo rico. Al igual que el artesano analfabeto de los siglos XVIII y XIX, nuestro sujeto habrá recibido escasa o nula educación: no conoce los códigos del refinamiento que viene del ocio, proveniente a su vez de la buena fortuna. Y cometerá toda clase de faltas a esos códigos: nacerá el mal gusto.
En el siglo XXI, el mal gusto se ha esparcido tanto, se ha vuelto tan popular, que ha terminado por seducir también a los viejos ricos: bolsas para el mandado, zapatos de plástico, telas sintéticas de pésima calidad, vinil floreado y baratísimo de las fondas, figurillas chinas de la virgen de Guadalupe… el pulque de los campesinos paupérrimos se ha llenado de lentejuelas, y éstos se han rodeado de fina ropa de diseñador y carísimos bares en la zona rosa.

LaChapelle: el kitsch en el museo
El uso de colores chillones y objetos brillantes en la estética kitsch es exactamente lo que Immanuel Kant calificaba como barbarie en el arte: apelar directamente a los sentidos, al primitivo instinto que provoca en el nervio óptico de la raza humana una cierta fascinación por el oropel, que muy bien aprovecharon las hordas de europeos en el siglo XVI tras cruzar el Atlántico.
Los ejemplos abundan. Uno de particular celebridad en nuestro país durante los últimos meses son las fotografías de David LaChapelle. Entre febrero y junio de este año fue exhibida en el antiguo Colegio de San Idelfonso, en la Ciudad de México, Delirios de la razón, una selección de sus artificiosas imágenes de mujeres convertidas en representaciones de muñecas inflables o maniquíes, versiones plásticas que simulan mujeres de carne y hueso, idealizadas en términos de una belleza producto de la cultura pop, o bien en términos de una religiosidad igualmente popular.
Todo lo anterior, aderezado con el desnudo pornográfico, que es tan recurrente en su trabajo, y que resulta innegable al ojo y la razón, a pesar de que se obstine en decir lo contrario: “trato de ofrecer una alternativa para ver la figura [humana] como una parte de la naturaleza, de Dios, de la creación, algo de belleza, no sólo una cosificación”, como explicó en la inauguración de la exhibición, a la que llegó acompañado de Amanda, un transexual que posa para él con frecuencia, y que iba desnuda bajo una bata de baño que se le resbalaba por los hombros.
Delirios de la razón, por cierto, será mostrada en el Museo de las Artes, del 2 de septiembre al 15 de noviembre, para celebrar el 15 aniversario del espacio.

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