Juanito no es país para cobardes

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A casi 100 años de celebrar las fechas oficiales de la revolución mexicana, 89 han pasado desde la muerte del que quizá haya sido el único periodista extranjero realmente comprometido en observar y difundir los conflictos civiles en México durante esos días, dispuesto a arriesgar su vida caminando al lado de los rebeldes, y acusando los grandes y perniciosos intereses de su propio país en la lucha armada: John Reed.
Cuando The Metropolitan Magazine le propuso ir a México como corresponsal de guerra, Reed quedó fascinado con la idea de poder realizar su labor periodística en un lugar en que eran patentes la injusticia y la desigualdad social de muchos años atrás, así que al ser requerido no dudó en aceptar, como el mismo diría después: “Sabía que tenía que hacerlo”.
Esa convicción suya de estar presente en la revuelta social y simpatizar con aquellos a los que les eran pisoteados sus derechos y quedaban al margen de las pretensiones políticas y económicas de quienes detentaban el poder a precio de corrupción y sangre, la había tomado de su padre, del cual se sentía orgulloso. Charles Jerome Reed fue uno de los primeros hombres que integraron un pequeño grupo de insurgentes políticos que luego representaría una nueva conciencia social de la clase media norteamericana en el Partido Progresista. Además, siendo alguacil de Estados Unidos acabó con una banda que se dedicaba al fraude de tierras en Oregon. Un hombre recio e inteligente del que Reed recordaba: “Su terrible y aguzado ingenio, su fino menosprecio por la estupidez, la cobardía y la pequeñez”.
No podía fallarle a ese hombre. Cuando era niño pensaba que su padre se avergonzaría de él por no saber defenderse de los bravucones de la escuela: “Algunas veces peleaba, cuando no podía evitarlo, y en ocasiones hasta ganaba; pero prefería que me llamasen cobarde a tener que pelear. Odiaba el dolor”.
Pero aquellos días de miedo hace mucho que habían quedado atrás, no en balde, después de que la huelga de los obreros textiles de Lawrence había terminado, y sabiéndose convencido de “que las fuerzas del Estado están de parte de la propiedad, y contra los desposeídos”, se entusiasmó al conocer a los líderes del estallido de huelga de Paterson. En las calles del lugar, fue confundido con uno de los huelguistas, y la policía lo golpeó y arrestó sin cargo alguno. Allí conversó con hombres que habían sido encarcelados por desafiar al gobierno; también conocería el horror de quienes se pudrían en el olvido y sin justicia.
Por eso al estar hospedado en un mugriento hotel de El Paso, ansiaba el momento en que habría de adentrarse en el territorio mexicano para contar la historia de los que se veían forzados a levantarse en armas después de tanto tiempo de ser aplastados. Reed recordaba muy bien el momento en que entró a México en busca de Pancho Villa: “Fui directamente a Chihuahua, allí tuve la oportunidad de acompañar a un minero norteamericano que caminaba hacia las montañas de Durango. Al tener conocimiento de que un viejo mitad bandido mitad general marchaba hacia el frente, me separé del minero para unirme al General”.
Durante el tiempo en que “Juanito” o el “míster”, como le decían los revolucionarios a Reed, estuvo en México, tomó notas y escribió muchos artículos desde el frente de batalla, pues no estaba de acuerdo con la ética periodística de algún colega que “ahora está escribiendo vívidas descripciones de una batalla que se libra a 500 millas de distancia”. En esos textos, Reed siempre dejó ver su admiración por sobre quienes escribía: “Durante todo el año y medio que estuve en Europa tras los ejércitos beligerantes de cada país, excepto Austria, no vi nunca hombres más valientes que los mexicanos”, o “…el pueblo mexicano, con su predominio de sangre indígena, ha sido siempre una de las razas que mayor amor a la libertad sienten en el mundo”.
Por otro lado, también en sus escritos que llegaban a los principales diarios de Norteamérica, Reed resaltaba el cinismo, el racismo,  y la intromisión de su país en los asuntos mexicanos: “Por supuesto, existen inmensos intereses europeos y norteamericanos en México, muchos de ellos establecidos por puro soborno, todos ricos en sangre y sudor de campesinos”, y “…el gobierno de Estados Unidos se encamina hacia la política de ‘civilizarlos con un Kraj’: proceso que consiste en imponer a diferentes razas que tienen distintos temperamentos nuestras ‘grandes instituciones democráticas’, vale decir: gobierno monopolista, desempleo y esclavitud de salario”.
Toda la virulencia de sus palabras habría de acentuarse ante la inminencia de la Primera Guerra Mundial, al dirigirse a sus paisanos: “Harían bien en darse cuenta de que su enemigo no es Alemania, ni Japón; su enemigo es ese 2 por ciento de Estados Unidos que posee el 60 por ciento de la riqueza nacional, esa banda de ‘patriotas’ sin escrúpulos que ya les han robado cuanto tenían y ahora planean usarlos como soldados que les defiendan el botín”.
El inconformismo hacia su país, y la identificación que después sintió por la revolución de Rusia, le ganaron enemigos en el gobierno y en los diarios que ya no deseaban publicarlo. Tanto se recrudeció el ambiente que terminaría en el exilio. Estando así, lejos de Estados Unidos, John Reed murió en 1920 al no soportar la enfermedad del tifus. Como un homenaje a quien escribió y se unió a los revolucionarios rusos, su nueva patria acogió sus restos en la Muralla Roja, del Kremlin.

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