Idea de Lempicka

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Desde un helicóptero, Tamara de Lempicka se esparció en forma de cenizas sobre el cráter del Popocatépetl, tras su muerte en Cuernavaca en 1980. Quién iba a imaginar semejante último deseo de la hermosa mujer rubia tras el volante de un Bugatti verde, con la mirada firme y templada de quien tiene control absoluto, pero también con los guantes blancos y labios rojos de una dama bon vivant, el famoso autorretrato de la pintora más chic del art decó. Luego, el volcán despertó y entró en una inquietante actividad que Víctor Manuel Contreras suele atribuirle al polvo de su amiga, un poco en broma, un poco para representar su carácter explosivo y caprichoso.
Lempicka pasó los últimos dos años de su vida al pie del volcán, como un epílogo, pero su nombre trae a la mente imágenes muy distintas: retratos de mujeres con la cabeza inclinada hacia el hombro, con guantes, bufandas y sombreros finos, o en desnudez de angulosas sombras y en posturas de abierto goce erótico.
Nacida en Varsovia en 1898 de buena cuna, vivió las primeras décadas de su vida en la opulencia, vecina pero apenas rozada por las convulsiones del violento nuevo siglo: la revolución Bolchevique, las dos Guerras Mundiales, la Gran Depresión de Estados Unidos… en un ambiente paralelo de glamour en el París trepidante de los años 20, el Beverly Hills del primer Hollywood, el Nueva York boyante antes del crack…
“He pintado a reyes y prostitutas. Yo no pinto porque la gente sea famosa, no. He pintado a la gente que me inspira y hace que vibre. Aún recuerdo cuando, caminando un día por los Bosques de Bolonia, en París, vi a una mujer. Su rostro era interesantísimo; crucé la calle y esperé a que se me acercara. Cuando la tuve frente a mí, descubrí que era lo que yo necesitaba…”, suponemos que esta es la voz de Lempicka, citada de un libro de Óscar Ceballos Figueroa en un fragmento que abre el texto de sala en el Instituto Cultural Cabañas, donde una breve muestra de la obra de Lempicka se exhibe hasta el 21 de octubre como parte de la exposición Encuentro de dos culturas, junto a una retrospectiva de Contreras, el amigo que arrojó sus cenizas desde el aire y el escultor tapatío autor de Inmolación de Quetzalcóatl, la serpiente en la Plaza Tapatía.
Como se puede apreciar en su trabajo y en sus palabras, Lempicka conocía y era maestra de la esencia que alimentaba su arte: el hedonismo, la frivolidad, el lujo, la decadencia, acumulados a lo largo de la fin de sií¨cle y destilados hasta la última gota en los Roaring 20s de los que fue retratista y protagonista, ella misma una socialité refinada pero mercenaria que vendía su talento para vivir.
De miradas planas, bocas como piedras facetadas, cabellos en bloque y entornos de poliedro gris, a Lempicka no se le puede negar el mérito de haber encarnado y representado a la mujer moderna: libre y dueña de sí, pero el hábitat elitista y privilegiado al que pertenecía esa especie en particular desapareció entre las ruinas y la desolación de posguerra a las que Lempicka sobrevivió con holgura y un título nobiliario tras su segundo matrimonio, con el barón Raoul Kuffner von Diószeg.
Sin su materia y ambiente de trabajo habituales, la obra de Lempicka dio un giro. Intentó la abstracción, cambió el pincel por la espátula, sus nuevos retratos se volvieron más realistas, y amplió sus temas al paisaje y la naturaleza muerta. Pero ya no había entre sus cuadros y el mundo la furiosa tensión de su primer trabajo. Su nombre cayó en el olvido.
Las piezas que se exhiben en el Cabañas forman parte de ésta, la larga segunda parte de una trayectoria que refulgió la mayoría de su pólvora en el despegue. Salvo la disminuida litografía que reproduce la “Andrómeda” (1929) que inaugura la visita con el primer golpe de ojo en la pared frente a la entrada y acaso otro par de cuadros, el sentimiento latente en la sala no es el de la mujer reinventada y revalorada por sí misma, sino el de una experimentación formal heterogénea, y la contemplación mansa: a un ramillete de flores, una mesa con frutas, a un jardín a través de una ventana…
No es siquiera posible hacer una comparación con la magna muestra que en 2009 hospedó el Palacio de Bellas Artes, pero extraña que la curaduría y museografía de la muestra no hayan explotado el carácter íntimo y marginal de una colección cuya principal característica es justamente su cariz personal y al margen de la idea de Lempicka imperante.
Pero más extraño aún es que, aferrándose a esta idea sin que emane de la obra ahí reunida, el texto de sala se traicione a sí mismo al sugerir una interpretación de la femme fatale propia del romanticismo, justo uno de los estigmas conceptuales de los que más radicalmente Lempicka logra desprender a sus mujeres de óleo: “Tanto para las Decler como para las Gorska [las familias de las que proviene Tamara], los hombres siempre ocuparon un plano secundario, considerándolos tan sólo un medio para llevar la clase de vida a la que aspiraban”, dice el vinil sobre la pared, que es mejor ignorar para apreciar a una Lempicka que pocas veces se puede apreciar.

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