Ibargüengoitia y la dramaturgia perdida

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“Aviso a los autores: —La obra que vamos a presentar a continuación —decía el director de una compañía de opereta en la que Bella Lugosi hubiera todavía podido servir de galán— puede servir de estímulo a las personas que quieran escribir ópera. Los que tengan alguna, mándenosla, nosotros la montamos. De todo esto, yo, Jorge Ibargüengoitia, soy testigo”, escribió alguna vez el extrañado autor mexicano que recordamos en el noventa aniversario de su nacimiento (1928-1983).

Esta anécdota escrita en los años sesenta aún describe al teatro mexicano y a lo hilarante de su práctica, casi siempre involuntaria. El tono, lo certero de su crítica y la capacidad de síntesis que aparece en esas líneas, son características manifiestas en toda la obra de Ibargüengoitia. Si bien las novelas y trabajos periodísticos siguen siendo lo más leído de su trabajo, el teatro fue para él un favorito que amó y odió con intensidad equivalente y que procuró como dramaturgo, traductor, crítico y, por supuesto, como público.

El principio de su Yo literario podemos buscarlo en la Ciudad de México, en la antigua Casa de Mascarones, donde un ya consagrado Rodolfo Usigli impartía clases de dramaturgia. Era 1951 y en todo México no existía mejor sitio que ese para discutir sobre teoría y composición dramática. Usigli era una leyenda viva que escribía, discutía y publicaba, no sólo dramaturgia, sino teoría teatral. Ibargüengoitia estableció una relación con Usigli que lo marcaría en varios niveles. En ese curso coincidieron personajes como Rosario Castellanos, Luisa Josefina Hernández, con quien Ibargüengoitia tuvo una relación tormentosa, y Raúl Moncada, entre otros. En 1953 —y como resultado del curso—, Ibargüengoitia escribe Susana y los jóvenes, una comedia en tres actos en la que consiguió mostrar dos de los puntales de su literatura: la agilidad y eficacia de sus diálogos y la agudeza de su humor.

Con este primer trabajo Ibargüengoitia aparece como la joven promesa de la dramaturgia mexicana, gracias al entusiasmo que despertó en el propio Usigli, quien decide dirigirla y además consiguió que la Unión de Autores la produjera. Finalmente Luis G. Basurto dirigió el montaje luego que Usigli tuviera que asistir al Festival de Edimburgo.

“Tengo facilidad para el diálogo, pero incapacidad para establecerlo con gente de teatro”, afirmó con claridad Ibargüengoitia luego de que el éxito temprano de Susana y los jóvenes no pudiera repetirse en sus obras posteriores.

Aquel primer reconocimiento y obras como La lucha con el ángel, Clotilde en su casa, El peluquero del rey le sirvieron para conseguir becas, primero la Rockeffeler que lo llevó a Nueva York, luego la Junior Artist in Residence, que lo llevó a Stanford, en donde escribió Llegó Margó que no se estrenó y se publicó hasta después de su muerte. Fueron años intensos que se convirtieron en difíciles. Ibargüengoitia dedicó diez años a la dramaturgia, en los que escribió diecisiete obras, sin embargo, no se montaban y además no conseguía encajar en el ambiente teatral en donde desde entonces ni la producción, ni la escritura, ni mucho menos la crítica, eran suficientes para mantener una vida digna, pues había que invertir demasiado para seguir perdiendo.

Este alejamiento y decepción de la escena permitió que Ibargüengoitia se acercara a la narrativa, que recibió a un escritor muy autocrítico, con gran experiencia en la observación y construcción de personajes, con talento no sólo para el diálogo, sino para entender la tensión dramática y con un efectivo sentido del humor, además, con lo que hoy llamamos tolerancia a la frustración.

“Los artículos que escribí, buenos o malos, son los únicos que puedo escribir. Si son ingeniosos es porque tengo ingenio, si son arbitrarios es porque soy arbitrario, y si son humorísticos es porque así veo las cosas, que esto no es virtud, ni defecto, sino peculiaridad. Ni modo. Quien creyó que todo lo que dije fue en serio, es un cándido, y quien creyó que todo fue broma, es un imbécil”, dijo alguna vez el autor.

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