Guillermo García Oropeza

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El mediodía del 25 de febrero de 2017 conversé con Guillermo García Oropeza en la sala de juntas de su trabajo. Mientras habilitaba la grabadora, la cámara fotográfica, la libreta de notas, él recordó: “Nací en la calle de Antonio Bravo, del otro lado de la Calzada. Crecí en Mexicaltzingo y la vieja Estación, por los templos franciscanos de Aránzazu y San Francisco. Era un barrio ferrocarrilero”.

Le doy a hojear unos libros escritos por él. Prosigue con el recuerdo: “Mi primera escuela fue la 18 de marzo que estaba por Faustino Ceballos, hoy 5 de Febrero. Después estuve en el Colegio Cervantes; era de Maristas, grandes educadores. Luego mi madre se molestó con ellos y me inscribió en la Secundaria 1, La perrera, que fue para mí como caer al Infierno. Me la pasé muy a gusto junto a la Prepa, la Quinceava Zona Militar, el Mercado Corona y de ahí a la UdeG. Soy muy del centro de Guadalajara”.

Amable me dedica los libros. Aprovecho para tomarle una serie de fotografías. La entrevista gira sobre Juan José Arreola, Juan Rulfo y Guadalajara.

Guillermo García Oropeza (Guadalajara, 25 de junio de 1937-28 de agosto de 2019), es autor de más de veinticinco libros, entre los que se señalan: Encuentro en Ámsterdam (1973), Murales de Jalisco (1973), La balada de Gary Cooper (1977), Guadalajara, sus plazas, parques y jardines (1980), Jalisco, una invitación a su microhistoria (1990), Un estilo de México: Ensayos de Occidente (1998).

Como un mínimo homenaje, se presenta un fragmento de esa entrevista.

Arreola
Mi generación llegó a Arreola a través de unas ediciones populares del Fondo de Cultura Económica, eran el Confabulario y Varia invención. Para mí la introducción a esa lectura fue un texto que le gustaba mucho a Ernesto Flores. Debo decir que Ernesto fue el único maestro que he tenido de literatura, fue mi gran iniciador. Yo estudié arquitectura y urbanismo. A él le gustaba el texto “El homenaje a Otto Weininger”. Es un cuento pequeño, una novela terrible, comprimida a una cuartilla cuando mucho. Después descubrí un libro que para mí ha sido muy importante: La feria. Para una Feria del Libro se editó un libro mío que se llamó Devoción de Arreola, que gira en torno a La feria justamente. La feria es una de las novelas más sabrosas escritas en castellano en los últimos siglos. Me encanta porque resume además el lenguaje de Jalisco. Yo soy tapatío de maceta porque mi padre era zamorano y mi madre mazatleca, no tengo raíces jaliscienses y tengo por tanto una nostalgia de Jalisco. Para mí, La feria junto con Pedro Páramo, El llano en llamas y los libros de Yáñez, son la introducción al idioma de Jalisco. Soy muy afecto a los “jalisciensismos”, tanto rurales como urbanos. Es una lengua que compartimos con Michoacán, Nayarit y Colima en muchas cosas. La lengua no tiene fronteras, no tiene límites arbitrarios, políticos. La feria es un libro delicioso en el manejo del lenguaje, en el sentido del humor. Con una estructura encantadora a base de pequeños párrafos. Es un libro que se lee con una gran facilidad y placer. Juan José podía ser muy “afrancesado”. Hay un prólogo portentoso de él sobre el filósofo Montaigne en Ensayos escogidos, donde se demuestra su inmensa cultura literaria francesa. Hay un Juan José “francés”, otro muy castellano clásico, uno muy jalisciense mexicano; el hombre es un genio del lenguaje, un gran malabarista. Tuve la oportunidad de tratar a Juan José en la Ciudad de México. Él vivía en la calle de Guadalquivir. Tenía una especie de librería medio curiosa, una librería sin libros y ahí lo empecé a tratar. Hicimos una cierta amistad. Había una gran diferencia: yo le sentía mucho respeto, pero nos identificábamos entre otras cosas porque los dos hablábamos francés. Nunca he encontrado a personas con esa habilidad para, en una conversación, crear una especie de cuento maravillosamente construido de principio a fin, que cerraba al final el círculo; Arreola era un portento verbal. Todo mundo habla de Pedro Páramo, de Al filo del agua, de las novelas de Fuentes, que para mí no merecen tanta atención. A mí me gustaría conectarla con un escritor ya olvidado, no jalisciense, al michoacano José Rubén Romero. Es un poco Pito Pérez, los apuntes de un lugareño, es el pueblo el personaje. Hay un Juan José “francés”, un Juan José de Zapotlán y está el de la televisión que hacía el ridículo; pero en fin, el hambre es canija, se dice en México. Prefiero quedarme con el Arreola de Zapotlán, ése es el que me gusta, el mexicano.

Rulfo
Comencé por El llano en llamas. Me gustan algunos cuentos, otros no tanto. Me gusta “Luvina”, que es un clásico, pero sobre todo el “Anacleto Morones”, en donde se demuestra que Juan Rulfo tiene un gran sentido del humor. Después leí Pedro Páramo. Andaría yo por los veintitantos años. Me impresionó mucho y lo he vuelto a leer dos, tres veces. Cada vez que lo leo lo encuentro más misterioso, extraño; más bello. Lo que me asombra de Rulfo es, dicho en términos sencillos, la oreja para oír el lenguaje del Sur de Jalisco. No es el de los Altos, ni el de Guadalajara, ni del norte, ni de la costa. Las palabras que utiliza, para un lector urbano son maravillosas. Si se lee en voz alta, hay un ritmo, una cadencia muy hermosa.  Es una narración que tiene musicalidad. Es mágico. No creo que haya otro escritor en México, que yo conozca, que tenga eso. Quizá Elena Garro en Los recuerdos del porvenir. Es una novela tan misteriosa, extraña, pero no tiene la poesía de Pedro Páramo. El personaje, Pedro Páramo, es el padre ausente, es el hijo de la tiznada, es el tirano, el hombre que abusa de las mujeres, las usa como objetos, pero que se puede enamorar idealizando a una mujer. Es el político manipulador sin ningún escrúpulo del poder. Es un personaje muy importante. Yo lo llevaría hasta Hernán Cortés como modelo de ese macho maldito, rudo. Pedro Páramo domina la novela, los demás personajes son comparsas. Me gusta mucho —es un detalle chiquito—, la muerte de Pedro Páramo. Es una de las grandes muertes de la literatura mexicana. Arreola y Rulfo son oreja. Con la diferencia de que Arreola era un tsunami verbal y Rulfo se quedaba callado, ladino, un poco mustio, muy jalisciense. Ese ranchero que no te dice nada y no le sacas las cosas.

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