Flores para una poeta

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Algo extraño hay en la muerte de un poeta. Tanto, seguramente, como en su mera existencia. Sé de quienes han recorrido los caminos de diversos cementerios en busca de sus lápidas. Quienes han copiado el gesto de un también poeta que recogió una hoja seca de la tumba de otro y la llevó en su cartera desde entonces. Otros alimentan un álbum de fotografías de piedras talladas con un nombre, dos fechas, a veces un epitafio.
Este año por, tercera vez, luego de sesenta años, no apareció el hombre como una sombra que dejaba en el eterno lecho de Edgar Allan Poe, media botella de coñac y tres rosas en la noche de su natalicio. Los fastuosos funerales de Rubén Darío todavía son tema de orgullo y tristeza, y en Nicaragua se dice que sólo los de Victor Hugo en Francia los superaron.
Wislawa Szymborska, en una cajita redonda de madera negra, hecha cenizas, cubierta de un ramito de flores blancas y hojas largas, va sobre las manos de un hombre. No sabemos quién es. Dos soldados cargan una corona cruzada de lazos mitad rojos, mitad blancos. Las imágenes de agencia noticiosa dan pocos detalles, pero sabemos que no tuvo hijos, que se divorció de Adam Wlodek (también poeta) en los cincuenta, y que en la prensa de habla inglesa anteponen un “Ms.” a su nombre. Tampoco sabemos quién la escolta en la vanguardia, abriendo la marcha por delante de ella: un hombre de barba blanca con los hombros cruzados por una cadena de placas plateadas y en el pecho pendiente y pesado el escudo de armas de Polonia. Tal vez sea un ministro. No sabemos, igualmente, quiénes son los miles de personas bajo la nieve que cae como un polvo fino sobre los abrigos oscuros, que guardan un silencio –nunca más preciso– sepulcral. Algunos llevan una tímida flor como un milagro en medio de este, el invierno más duro de Europa en décadas. Son sólo personas. Son esos de los que hizo unos versos, precisamente, esos algunos a los que les gusta la poesía… “es decir, no a todos./ Ni siquiera a los más, sino a los menos./ Sin contar las escuelas, donde es obligatorio, / y a los mismos poetas, / serán dos de cada mil personas”.
Pero en Polonia, un país que ni siquiera podríamos señalar con el dedo en el mapa, que acaso empieza a sonarnos si alguien menciona Auschwitz y cuyo idioma es a nuestro oído una marejada de susurros y a nuestros ojos un paisaje imposible de consonantes; un tiraje suyo de 10 mil ejemplares se agotaba en dos semanas y ya en 1965 su poema “Nunca dos veces” se había convertido en tarareo popular como canción de Lucja Prus, y ese mismo poema en plenos noventa fue éxito otra vez, ya no con big band detrás, sino vuelto grunge en la versión de Maanam.

“No sé”
“Me preocupa Szymborska. Ojalá dejara de fumar”. En un artículo reciente del New York Times, Adam Gopnik transcribe un comentario de su esposa al contemplar la foto en la portada de su más reciente poemario. No será el último: la BBC ha reportado con información de Associated Press que a finales de este año publicarán el libro en el que estaba trabajando. Al momento de esa charla matinal entre esposos, Wislawa todavía estaba entre nosotros, todavía no se confirmaban las angustias de esa señora en otro continente y el cáncer de pulmón no desataba una cascada de sentidos obituarios en todos lados donde su poesía llegó, traducida a una veintena de idiomas. Digo “Wislawa” y digo que “estaba entre nosotros”, porque igual que Gopnik, veo cómo sus lectores se sienten cercanos, como vecinos o amigos de ella. Gente que no sabe mucho de poesía ni de Polonia, ni le importa, pero que pueden vagamente parafrasear un par de estrofas, de quienes jamás esperarías que te recomendaran un poemario.
Cuando ganó el Nobel en 1996, la Academia Sueca dijo que era “por una poesía que con irónica precisión permite que el contexto histórico y biológico salgan a la luz en fragmentos de realidad humana”. Lo que sea que esto signifique, lo cierto es que la poesía de Szymborska frecuentemente se enlaza a interpretaciones políticas respecto a los rescoldos de la Segunda Guerra mundial y las distintas fases del sistema comunista por los que atravesó casi toda su vida, asentada en Cracovia.
En verdad esto aplica para poemas como “Todavía”, en el que un vagón atraviesa el país lleno de hombres judíos enloquecidos, sedientos, gritando; como “Campo de hambre cerca de Jaslo”, en el que la imposibilidad de escribir tantas muertes conduce a escribir el silencio que ha quedado; o como en “Nada en propiedad”, escrito en una nueva sociedad de consumo libre, y cuya última estrofa parece retratar la esencia de su tenaz disidencia sin estrépito:

La protesta en contra
la llamamos alma.
Y eso es lo único
que no está en el inventario.

Pero más constantes son otros motivos en “los consecutivos resultados de su propia insatisfacción que tarde o temprano son reunidos con un gigantesco clip por los historiadores literarios y denominados su ‘obra’”, como ella señaló en su discurso de aceptación en Estocolmo respecto del continuo intentar de los poetas.
La aparente contradicción, por ejemplo. En ese discurso sólo, pero también a lo largo de la cronología de sus poemas y de su propia vida, saltan a la vista varias incoherencias. La crítica al poeta que se resiste o se avergí¼enza de asumirse como tal en público, y luego a la parafernalia y excentricidad de los que hacían un espectáculo de ello, fuera de las puertas cerradas tras las que el poeta se espera a sí mismo confrontando a la página siempre en blanco. O su primera simpatía y militancia en el partido oficial y su posterior oposición que, sin embargo no logró hacerla elegir el exilio.
Lo cotidiano, materia prima incluso en versos eruditos, como “En el río de Heráclito”, en el que se sirve de la figura del pez para decir generalizadamente actos que solemos estimar porque los creemos únicos, aunque nada en realidad lo sea: el pez pesca, el pez corta, construye, ama y escribe, mientras la corriente sigue arrastrando a un río en el que nunca nos bañamos dos veces.
El tiempo, también, otro de esos motivos. Su consecución. Su paso. Su existencia inasible como la de todo vacío. Así lo dice uno de sus poemas más breves, una pequeña tercia de aforismos, “Las tres palabras más extrañas”:

Cuando pronuncio la palabra Futuro,
la primera sílaba pertenece ya al Pasado.
Cuando pronuncio la palabra Silencio,
lo destruyo.
Cuando pronuncio la palabra Nada,
creo algo que no cabe en ninguna no-existencia.

En fin, en realidad, el más constante de sus motivos es la incerteza, producto del breve pero valioso “No sé”, al que cada poema es un esfuerzo por responder, si el poeta es genuino, dijo Szymborska en su discurso. “Pero tan pronto como el punto final toca la página, el poeta empieza a dudar, empieza a darse cuenta de que esta respuesta en particular fue pura improvisación, completamente inadecuada, además”.
No saber es el germen de la inspiración, señala. “Expande nuestras vidas para incluir espacios dentro de nosotros así como los espacios exteriores de los que cuelga suspendida nuestra pequeña Tierra”. Y nuestro insignificante yo, al que no prestan atención los ángeles ni las nubes ni la piedra ni la cebolla… Si Szymborska es tan reconfortante, a pesar de que el terrorismo, el odio, la futilidad y la muerte se encuentran salpicadas en toda su obra, es porque en la indiferencia del entorno y nuestra recién descubierta soledad, ella ve la oportunidad cortísima e irrelevante de, a fin de cuentas, ser:

No sé si para otros,
para mí esto es del todo suficiente
para ser feliz e infeliz:

un rincón modesto,
en el que las estrellas dan las buenas noches
y hacia el que parpadean
sin ningún significado.

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