Excomunión de Hidalgo y Morelos

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Es el mes de septiembre de 1808. Casi cuatro millones de kilómetros cuadrados conforman el territorio de la Nueva España. La sociedad está constituida por españoles, criollos, indios, mestizos y castas. Los peninsulares ostentan los cargos de mayor importancia: son responsables de la mayoría de las diócesis y bajo su control se hallan las principales fuentes de la economía novohispana. Los hijos de españoles nacidos en América conforman la clase social de los criollos, integrada por reconocidos personajes poseedores de una ilustrativa conciencia liberal, de la que surgirán los líderes de la primera insurgencia.
Las autoridades del gobierno virreinal están en patente crisis. La invasión francesa a España y la subsecuente abdicación al trono español, de Fernando VII y Carlos IV, las ha obligado a decidirse a favor o en contra de la intervención napoleónica, a guardar lealtad a la corona o a llevar realizar el movimiento de insurgencia que los lleve a emanciparse de España, pronunciamiento independizador que iniciaría Miguel Hidalgo y Costilla, y continuaría después, bajo los principios de igualdad y soberanía popular, José María Morelos y Pavón, ambos acusados de la comisión del delito de sedición y, por sus “desacatos” al régimen eclesiástico, de blasfemia y herejía, muriendo por este hecho excomulgados y estigmatizados por el tribunal de la Santa Inquisición.
Frente a este acontecimiento histórico, las autoridades eclesiásticas de la arquidiócesis de la Ciudad de México dejaron en claro que el canónigo y vicario general que expidió la excomunión, Manuel Abad y Queipo, estaba nombrado, pero no consagrado, circunstancia que pone en duda la excomunión, y que por haber sido los insurgentes sepultados en suelo consagrado, afirman que murieron como sacerdotes, absueltos y reconciliados con la Iglesia católica, lo que de acuerdo con su opinión, resulta concluyente e incuestionable que, en el sentido de sus deposiciones, sean reformados los libros de texto.
Por la naturaleza de su propia vocación se entiende que sus manifestaciones busquen exculpar a la institución que representan, de eximirla y absolverla de la responsabilidad de haber combatido con la excomunión a la insurgencia y a los insurgentes hasta sus últimas consecuencias. Lo que deriva en tamaña desproporción es la intención de querer revertir las desaprobaciones y descréditos históricamente recibidos por su desatinada, insidiosa y reprobable participación frente a las movilizaciones populares de independencia nacional, de enmendar y redimir su imagen distorsionando los procesos de nuestra historiografía nacional.
Las inmejorables condiciones de que dispuso la jerarquía católica en el periodo colonial le permitió ejercer y disfrutar de un poder político y económico comparado con el de las autoridades virreinales, llegando incluso a instituirse como una autoridad sin límites y como principal obstáculo al cambio social, económico e intelectual de la Nueva España.
La insurgencia como movimiento de renovación proclamaba la implementación de un programa político y social de otorgamiento de derechos y libertades que amenazaban intereses y privilegios de clase, lo que sin duda representó un peligro para las prevalecientes estructuras, un desafío a los intereses creados, al poder de las clases conservadoras tradicionales y a los conceptos y principios hasta entonces dominantes del régimen colonial y eclesiástico.
Consumada e incuestionable, la excomunión anatematizó y censuró a quienes iniciaron y apoyaron la insurgencia. Ahora, con el subterfugio de que los próceres de la independencia murieron absueltos y reconciliados por haber sido sepultados en terrenos propiedad de la Iglesia católica, inquieren la modificación a su más conveniente modo de los libros de texto.
Las declaraciones y pretensiones de la curia eclesiástica se mueven en el plano de la interpretación y especulación, pero al enfrentarlas contra los hechos que narra la historia, se destruyen por sí mismas.

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