Esto no dolerá Dr. Gonzo

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Hunter S. Thompson se construyó a sí mismo y se destruyó de la misma forma. “Se ve que toda cultura necesita un dios fuera de la ley, y creo que en este tiempo yo estoy en eso”, escribe en su autobiográfico Kingdom of fear. Y como los mitos, su tragedia llegó hasta el incendio. El 20 de febrero de 2005, en su rancho de Woody Creek, Colorado, una bala atravesó el rostro del “periodista gonzo”.
Su leyenda no esperó décadas para inspirar a escritores y cineastas. Este verano, de 2008, a poco más de tres años de su muerte, se estrena un documental, Gonzo: la vida y obra del doctor Hunter S. Thompson, del director Alex Gibney. Y se publican los libros, Outlaw journalist, de William McKeen, y Gonzo. Una biografía oral, compilado por Corey Seymour y su amigo y editor en la revista Rolling Stone, Jann S. Wenner. Estas retrospectivas muestran el estilo de vida y el leitmotiv de uno de los últimos escritores malditos de Estados Unidos. Una tarea difícil dada la naturaleza caótica del personaje. “Le gustaba trabajar contra la crisis, y si no tenía una legítima, se hacía de una” señala el editor Jann S. Wenner (“My brother in arms”, Rolling Stone/marzo, 2005).
Todo era extremo en Hunter S. Thompson. Su vida delirante terminó por hundirlo, pero antes se hizo escritor y cambió la forma de hacer periodismo. Se obsesionó con Ernest Hemingway, trató de adquirir su estilo –él mismo presumía haber copiado textualmente El viejo y el mar como una manera de meterse en la piel de Papa–. Se aficionó a las armas, a la bebida y a las mujeres.
La búsqueda de igualar a Hemingway fue obvia desde que Thompson hizo un reportaje para el National Observer. Viajó hasta Ketchum, Idaho, para tratar de recrear el suicidio del autor de París era una fiesta. En la búsqueda de un martirio, sólo encontró premoniciones.
En las primeras novelas de Thompson, Prince Jellyfish y El diario del ron, se detecta “una parodia de la Generación Perdida”, como señaló Douglas Brinkley en “The final days at owl farm”, en la revista Rolling Stone de marzo de 2005. Sin embargo, esas “parodias” llevaban al mismo tiempo una semilla de angustia y salvaje anarquía, de la que carecen Scott Fitzgerald o el propio Hemingway. Relata Kemp, el álter ego de Thompson en El diario del ron.

Por mucho que deseara con vehemencia todas aquellas cosas para las cuales se necesita dinero, había una especie de corriente diabólica que me empujaba en otra dirección…, hacia la anarquía y la pobreza y la locura. Hacia ese delirio enloquecedor que sostiene que un hombre puede llevar una vida decente sin alquilarse a sí mismo como un mercenario.

A pesar de sus temores, Hunter S. Thompson no se convirtió en un mercenario. Comenzó a escribir un periodismo libre de ataduras lingí¼ísticas y lejano a los tópicos de la objetividad. Aprovechó el ambiente hippie de los sesenta, y al lado de autores como Ken Kesey y Tom Wolfe, se convirtió en personaje algunas veces (como en Ponche de ácido lisérgico), y otras fue autor-héroe (Los íngeles del infierno. Una extraña y terrible saga) y comenzó a forjar su leyenda de “periodista enloquecido y vital” en pocas palabras: “gonzo” (Leonardo Tarifeño, “Miedo, asco y suicidio”/Letras Libres/abril/2005).
Tal vez una de los primeros trabajos de este “periodismo gonzo” fue su crónica El derby de Kentucky es decadente y depravado. Cuenta la leyenda que Thompson tenía tal desorden (lo más seguro es que estaba tan borracho y pasado que nunca hubo un orden) que envío su texto sin pies ni cabeza a la redacción. El pobre editor pasó el texto al ilustrador galés Ralph Steadman para que encontrara una manera decente de acompañar el amasijo de Thompson. El resultado fue satisfactorio, pero lo más importante es que se reunió a una pareja que trabajaría exitosamente hasta lograr la obra maestra de la gráfica y la literatura maldita en que se convirtió Miedo y Asco en Las Vegas.
Hunter S. Thompson compartía junto con los otros “padres” del Nuevo Periodismo (Guy Talese, Tom Wolfe, Ferry Southern, George Plimpton, Barbara Goldsmith y Joan Didion) una laxa división entre literatura y realidad periodística. Pero Thompson fue el que llevó su obra al extremo: “Siempre acababa siendo un personaje central en sus crónicas. Cómo conseguir la historia era la historia en sí misma” (Andrea Aguilar, “Y al quinto verano resucitó el escritor gonzo”, El País Semanal/24/08/2008).
Además de su personalidad exuberante, las drogas y el alcohol fueron el catalizador perfecto para el estilo enloquecido que buscaba. Siempre fue un pendenciero y provocador, los mismos íngeles del Infierno estuvieron a punto de matarlo a golpes al final de su relación. “Como periodista, de algún modo he conseguido romper casi todas las reglas y triunfar”, dijo alguna vez. Fue un hombre que se consumió y nunca dudó en descender al infierno, si la historia lo merecía.
El “verano gonzo” de 2008, como llamó la revista New York a esta serie de estrenos y publicaciones sobre la figura de Hunter S. Thompson, muestra la admiración que despertó este periodista sui géneris. Su vida fue una extraña mezcla de violencia, genialidad y alteración de la conciencia que lo precipitó a los límites de la realidad. Su lucha contra la Mayoría Silenciosa, como él la llamaba, fue auténtica, aunque no estuvo exenta de contradicciones: “Él tomaba siempre el sentido contrario a la sabiduría convencional. Él era lo que se puede llamar un filosofo de 180 grados” (Douglas Brinkley, ibídem).
Su pelea contra la sociedad estadounidense fue un ejemplo de pureza espiritual. Él siempre se vio a sí mismo como un salvaje, un ser primitivo que guarda la última dosis de conciencia de un occidente adormilado y satisfecho: “En mi país soy silencioso/en tierra extraña sin fuerza ni poder soy poderoso/bien acogido/y por todos rechazado”, se lee en el verso de Franí§ois Villon, que sirve como epígrafe en Los ángeles del infierno…
Hunter S. Thompson siempre bailó entre precipicios. La figura de antihéroe fue alimentada por su devoción a Hemingway y a los beatniks. “Lejos de mí la idea de recomendar al lector drogas, alcohol, violencia y demencia. Pero debo confesar que, sin todo eso, yo no sería nada”.
Su reacción contra el establishment fue perpetua, y nadie pudo atraparlo más que él mismo. Se convirtió en “un hombre al que el mundo no podía asesinar”, como dice un verso de la poeta Dark Eilleen O’Connell, utilizado como epígrafe en El diario del ron.
La nota de suicidio que fue encontrada junto al cuerpo de Hunter S. Thompson denota su sentido del humor ácido hasta el paroxismo. Sus últimas palabras antes de darse un balazo no podían traicionar su visión “gonzo” de la escritura, la realidad y la vida. El epitafio mejor escogido de un ser oscuro y genial: This won’t hurt.
Y después, la risa de los dioses.

Subir, bajar, chillar y reír

Mete “dos bolsas de hierba, setenta y cinco pastillas de mescalina, cinco hojas de ácido de gran potencia, un salero medio lleno de cocaína, y toda una galaxia de pastillas multicolores para subir, para bajar, para chillar, para reír… y, además, un cuarto de tequila, un cuarto de ron, una caja de cervezas, una pinta de éter puro y dos docenas de amyls”, llenas la cajuela del Gran Tiburón Rojo y te largas a Las Vegas en busca del “centro neurálgico del Sueño Americano”. Por supuesto, no olvidas llevarte a tu abogado, un samoano obeso, demente y con una incontrolable atracción por el suicidio eléctrico. Lo mezclas todo con una prosa delirante y precisa, como de reportaje-deportivo-en-ácido, y el resultado es Miedo y Asco en Las Vegas.
La genialidad de Hunter S. Thompson es que nunca finge ser un reportero de deportes que acude a una carrera de motocicletas (la Mint 400), desde el principio se jacta de ser un yonqui, un espécimen anacrónico de la generación de la droga.
Visualicemos a Thompson en el oasis de neón, en medio de una convención de policías antinarcóticos (“había en aquel grupo caras y cuerpos que en ácido habrían resultado completamente insoportables”). Imagínenlo hasta el cuello de LSD asistiendo a una película sobre los Peligros de la marihuana. Un momento de tensión máxima. El ilustrador-en-acido Ralph Steadman dibuja esta escena con un montón de hombres robustos, vestidos con pantalones cortos y gafas ahumadas que ocultan los rostros apretujados en un rictus patético.
A lo largo de todo el viaje, Horatio Alger (Thompson) y su abogado están siempre a un paso del precipicio: dos monos con un montón de estimulantes en su sistema nervioso olvidando todo entrenamiento para caminar sobre la cuerda… pero no sucede nada. La realidad se ablanda de tal manera que nadie se pregunta por los desvaríos, destrozos y estafas que estos alucinados van dejando por todo Las Vegas.
¿Se puede ser un lunático, un drogadicto, un maniático sexual y un completo anarquista en medio del Sueño Americano?
Hunter S. Thompson escribe una pequeña obra maestra no en el sentido literario y estilístico, sino en el revolucionario y trasgresor que han definido a la literatura maldita desde Franí§ois Villon hasta Charles Bukowski.
Existe una imagen genial, tanto en el libro como en la película de Terry Gilliam, que retrata fielmente el desenfreno y la locura de esta historia: imaginen a Thompson (Johnny Deep) con un visor y unas aletas de hombre rana despertando en una habitación de hotel con el agua hasta las rodillas. Imagínenlo ahí parado, desconcertado… El mismo Deep fue muy cercano al escritor en sus últimos años y describe en una carta la influencia de Thompson: “Él era un hermano, un amigo, un héroe, un padre, un hijo, un maestro, mi compañero de crimen. Y nuestro crimen: la diversión. Siempre la diversión” (“A pair of a deviant bookends”, Rolling Stone/marzo, 2005).
Miedo y asco. Miedo y locura… una frase de Herman Melville resume la visión thompsoniana: “Nunca esperes aguas tranquilas, que jamás hubo, ni habrá, lánzate a tu meta con toda tu locura, y el resto déjaseloa la suerte”.

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