Entre la mosca y el hombre

947

Tres moscas consumen un cadáver tan aprisa como lo haría un león. Esta apreciación de Henri Barbusse en El infierno, no deja de inquietarme y producirme pesadillas. La compartí con unos amigos y enseguida se desató la polémica. Más de alguno dijo tener ganas de atrapar una y examinarla a conciencia por horas, incluso días si fuera necesario. Hay quienes pondrían en entredicho las posibilidades de destrucción y de barbarie de la mosca que sugiere este renglón de Barbusse, si se piensa en su aparente debilidad; pero, por el contrario, yo reflexiono sobre su vieja insistencia de hacer acopio de animadversión, por ejemplo, de los comensales en torno de una mesa. El estado de ánimo general del ágape puede alterarse definitivamente si alguno de los presentes deja que la mosca, parada en el filo de su vaso de limonada o sobre el pan embarrado de mayonesa, se haga vieja y se relama las patas mientras observa la parsimonia de quienes parecen flotar a su alrededor. Para no dar tiempo al desaguisado el punto de partida es, en realidad, el punto de llegada: soltar un manotazo despiadado y con ira. Tragan como un león pero todavía están al alcance de la mano, o de esa extensión del brazo llamado matamoscas.

Si se atiende lo que dice Barbusse, habría que considerar para futuras descripciones con afanes zoológicos el talante e instinto devorador de la mosca en sus diferentes estadios, más punzantes y asquerosos cuando es larva y ninfa que en su etapa adulta, donde ya ostenta un nombre por lo menos apantallante: moscón azul. Minúscula para el hombre pero de tamaño enorme, zumbante pero siempre inoportuna, a la mosca habría que situarla en el lugar exacto de los devoradores y de aquellos que se empeñan en sacralizar lo que pasa de un estado sin defecto a uno de putrefacción. Su primer nido, qué dudarlo, estaría en los basurales, en los comederos abandonados, en los tiraderos y en todo aquel escondrijo que expela un aroma por lo menos nauseabundo. ¿Es en la mierda donde se le puede encontrar en su estado natural? Sí, pero no únicamente allí, también en territorios donde los despojos auguran un néctar, incluidas las frutas descompuestas.

En Movimiento perpetuo, Augusto Monterroso apela a la identificación de la mosca como causante de hecatombes y la restitución del equilibrio a un mismo tiempo. Poderosa y endeble, estos dos extremos conviven en su naturaleza. Más allá de su condición inquieta y de vuelo casi perenne, inmune al letargo y el desasosiego, la mosca posee una doble personalidad: es destructiva y diligente en el aseo, como si quisiera prever cualquier tipo de contagio pero, al mismo tiempo, se empeña en ensuciar con sus patas acolchonadas y pegajosas toda superficie a su alcance. Se le encuentra en la luz, en el aire, en el calor y en la oscuridad, porque apenas duerme a intervalos, siete minutos a lo mucho en veinticuatro horas y después vuelve a su vuelo vociferante.

La mosca es quizá el punto de fuga de una larga cadena de animales zumbones a los que por mucho tiempo hemos considerado molestos y generadores de disputas conyugales y familiares. Más de una discusión hemos iniciado y sostenido hasta el límite de la exasperación por la intromisión de estos animales en la cocina, en la sala, en el comedor, incluso en el dormitorio; al lanzarse en su caza, el hombre no hace una labor higiénica simplemente, sino que trata de darle pronta satisfacción a su inquina. Monterroso hace un efecto de espejo con aquella verdad cristiana cuando sentencia que “en el principio fue la mosca”. Y de la mosca, entonces, vino todo lo demás. Así lo dejó escrito José Emilio Pacheco en estos tres versos: “Cada vez que me creo importante/ llega la mosca y dice:/ no eres nadie”.

Artículo anteriorEl «Art Nacó» es chido y está de moda en el Museo de las Artes
Artículo siguienteInicia la segunda Semana del Diseño en CUAAD