En la casa de Elena

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Ir a la casa de Elena, es andar por los caminos de Dédalo. Exige reconocer el específico punto de referencia, no en Creta, es claro, pero sí en Chimalistac, en la delegación ílvaro Obregón, de la Ciudad de México.
Localizar Miguel íngel de Quevedo, lo vuelve sencillo: solamente preguntar por Elena, y cualquiera sabe dónde entra (o sale) por la mañana, la tarde o las noches. Las noches deben ser terribles para ella, por cierto; podría ser que los recuerdos de las barricadas de 1968 todavía la atormenten: fue la única periodista que se atrevió a indagar y recoger (durante varios días) los testimonios de los estudiantes y la gente que fue atropellada por los militares; esas palabras todavía resuenan —vivas— en su libro La noche de Tlatelolco.
Yo la había leído, la había visto, y escuchado su voz en una primera vez en 1989. Le solicitaba una entrevista para mi libro. Pero fue, esa ocasión, rotunda: nada quería saber ni hablar de Arreola. Elena había trabajado con el narrador de Zapotlán su primer libro Lilus Kikus; aquella niña de delgadas piernas que, bien visto, igual podría haber sido ella colocada en la literatura. Luego silencio. Nunca más la llamé: entendiendo las razones de esa ruptura…
Todo mundo sabe de su ascendencia aristocrática y de su llegada a México procedente de Francia, durante la Segunda Guerra mundial, a los ocho años; no es un secreto que fue declarada princesa por descender del rey Estanislao II Poniatowski, de Polonia; sabemos de sus estudios en mecanografía como único sustento académico; es referencia obligada reconocer su trato con los más altos artistas del siglo XX, su amistad con Octavio Paz, Carlos Fuentes y Juan Rulfo.
Esa tarde, al cruzar la avenida y luego entrar en el callejoncito donde es vecina de Eraclio Zepeda, lo recordé. íbamos al encuentro de Elena, Deana Molina y la promotora cultural sonorense Irma Arana.
Tocamos, entonces, los barrotes de la verja, y nos abrió con enorme amabilidad una mujer indígena. Un breve jardín antecedía la segunda puerta donde ya nos esperaba Elena con aguas frescas y un pastel. No recuerdo la fecha de esa tarde, pero sí que era agosto de 2006. Entramos y ella estaba sentada en la pequeña sala y yo lo que hice esa tarde fue escucharla, husmear su casa y tomar todas las fotos posibles…
En un cierto espacio se hallaban imágenes de Elena. Una me llamó la atención: estaba en sepia Elena jovencísima, bella. Su mirada ascendía hacia el infinito, un collar y sus claros cabellos contrastaban con su vestido negro. Una biblioteca semi desordenada. Una casa pequeña y encantadora, una imagen del Comandante Marcos aquí, elaborada por indígenas de San Juan Chamula, en Chiapas.
Fresca, su charla se tornó hacia sus nietos, su hija (de pronto aparecida), el problema con el auto de su hija, la llamada a Marcelo Ebrard y su respuesta. Sus apuros con su entonces próximo libro y lo mal pagada que siempre había estado en las editoriales. Mientras las mujeres hablaban, en ningún caso, abrí la boca. Ni una sola palabra. Y de pronto el encuentro con su mirada me hizo recordar la valentía de la mujer. De súbito recordé que estaba ante una princesa. En seguida vinieron algunos párrafos de sus libros. Cada espacio del recinto lo recorrí. Entré a cada rincón y Elena sin pestañear lo permitió sin molestias. Subí a su estudio. Miré. Fui a la cocina. Me senté en su sillón. Bebí la luz entrante: suavemente la alumbró. Bebimos y disfrutamos el pastel. Mi mujer le ofreció un collar con jarritos miniatura de Tonalá. De inmediato los colocó en su cuello y elogió su belleza. Una foto, dos, muchas. Ni un atisbo de vanidad. Lúcida. Memoriosa. Una belleza madura. Volví de nuevo a las fotografías de su juventud y advertí su aristocracia. Luego miré sus manos: su elocuencia tranquila me encantó.
Nuestra visita obedecía a la solicitud de un prólogo para un libro que mi mujer y yo hacíamos para el Consejo Regulador del Tequila. Aceptó. Luego el propio Consejo decidió rechazarlo, argumentando su relación con Manuel López Obrador.
Salimos ya tarde de su casa. Nos despidió con una bella sonrisa: la misma que había visto en alguna de sus fotografías de juventud. Elena Poniatowska, ahora celebra sus 80 años.

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