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En el desorden de los días

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A Pazarín lo traté por primera vez a finales de la década de 1980. Él trabajaba en el Centro para la Escritura de Creación que dirigía el poeta Ricardo Yáñez, que existía dentro de las instalaciones de la desaparecida Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Guadalajara. En ese entonces, yo era estudiante. 

Estábamos en uno de los patios de la Facultad, sentados en una de las redondas jardineras, cuando saqué el paquete de cigarros y lo invité a fumar. Recuerdo que me dijo: “No, gracias. Mi espíritu no va con el humo. Prefiero las cosas líquidas”. Después de esto, nos echamos a platicar. 

Supe que escribía poesía, que le gustaba hacer crónicas y que estaba preparando un libro en torno a los Talleres Literarios. Me preguntó si escribía. No estoy seguro de la respuesta que le di; tal vez contesté que me gustaba más leer que escribir.

Tiempo después, luego de la entrega de un premio de poesía local que se ofreció en uno de los auditorios de la Facultad, ya con el líquido espiritual que prefería Pazarín, ya con el líquido espiritual que había en el cuerpo de Ricardo Yáñez y de otros —de quienes ignoraba hasta su nombre—, los invité a mi departamento para continuar consumiendo más tequila. Eso debió de ocurrir en 1990, en una tarde lluviosa de mayo o de junio. Recuerdo que en esa tarde, además de gritar canciones y de hablar de cosas anodinas, Pazarín hizo un performance en la pequeña sala del departamento. Trayendo un par de cucharones de madera que había conseguido de la cocina, comenzó a realizar movimientos lentos con brazos, pies y manos, al mismo tiempo que con el rostro iba expresando emociones que cada uno de los asistentes debía descifrar. 

“Todo él se había convertido en un signo y en un garabato; un signo de actuación delirante y un garabato cuya comprensión y desciframiento resultaba difícil”.

¿Qué había querido comunicar Pazarín con aquel performance? No se lo pregunté, y nadie, creo, se lo preguntó. Tal vez los otros se habían quedado tranquilos y satisfechos con sólo atestiguar el acto poético que había realizado Pazarín. Yo me guardé la maravillosa incomprensión, que hasta la fecha permanece como un acontecimiento inolvidable. 

Pasaron los días, las semanas. Pasaron los años, y una noche de fiesta, en el patio de aquella casa de Avenida Alcalde, Pazarín me regaló una joya de libro que Fondo Editorial Tierra Adentro había publicado en 1994. El libro se llama Construcciones, y el autor es, precisamente, Víctor Manuel Pazarín. Recuerdo bien que, otro día en la mañana, resintiendo todavía el oleaje de las aguas espirituales que en la mente y en el cuerpo me colmaban, comencé a leer los poemas. 

“Fue suficiente con haber leído los versos con que inicia “La bóveda celeste”, para aceptar que ahora sí ya lo estaba conociendo; no ya como amigo, sino también como poeta”.

Para asegurarme que lo que pienso de él permanecerá dentro de mis días por venir, cito la primera estrofa del poema con el que cierra su libro Construcciones:

La muerte

Abatido, con la sutil maquinaria del 

corazón gastado, finjo

estar enamorado de la vida. Pero en la calle, en el

bosque, en los profundos aires,

el ronroneo

momentáneo de la muerte ya se escucha.

Y me tumba los dientes (apestados e inservibles),

me enflaquece los brazos, me casca la voz.

A Pazarín lo vi, por última vez, en el legendario Madoka; me parece que fue una tarde de septiembre de hace poco más de diez años.

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