Eliseo Alberto en alguna parte

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Quizá en Informe contra mí mismo (1997) como en ninguna otra obra de Eliseo Alberto (1951-2011), es posible hallar una definición de su persona, de su ser cubano, de su quehacer literario, y de ese dolor en que se convirtió su vida tras dejar la isla definitivamente: la esperanza vuelta desencanto por aquello que fue la Revolución cubana. Fue tanta la decepción y el dolor por su tierra que llegó a decir, con abatimiento: “Ya no sé qué es Cuba”.
Escribe en este libro: “Nadie […] es enteramente culpable de su miedo. Nadie. Absolutamente nadie”. Y lo precisa porque el germen de ese libro fue una orden de sus superiores cuando era teniente de la reserva en el servicio militar tras el triunfo de la revolución: “La guerra es la guerra. Necesitamos que nos mantengas al tanto de lo que se habla en tu casa” (ahí coincidían sus tíos poetas Fina García Marruz y Cintio Vitier; los escritores José Lezama Lima, Roberto Fernández Retamar, Virgilio Piñera y Octavio Smith; además del pintor René Portocarrero y el músico Julián Orbón; de quienes el anfitrión era su padre, el poeta Eliseo Diego). Lichi, como le gustaba que lo llamaran y como todos lo llamaban, se vio obligado a redactar ese informe.
Después de ese largo trago amargo de redacción del texto, y de la euforia socialista que devino decepción (aunque no cronológicamente) vinieron para Lichi el desarraigo y el exilio que, quien quiera que los viva, sabe que obligan a una reelaboración de la existencia, a un saber mirarse en el espejo sin la certeza de poder encontrarse en el cristal: había que transitar por los días con una disposición que pasa más por la incertidumbre y el temor que por la seguridad y la valentía.
No todo viaje, sin embargo, precisa movimiento: la memoria nos lleva y, al mismo tiempo, nos ata a nuestros alrededores. Algo de eso le pasó a Eliseo Alberto. En Viaje a Portugal escribe José Saramago: “El viajero se va, […] pero afirma y jura que, en cierto modo que no sabe ni cómo explicar, sigue sentado al borde de la carretera”. Aún cuando llegó a México exiliado en 1988, Lichi no salió nunca de Cuba, de Arroyo Naranjo, de Villa Berta, del barrio La Víbora en La Habana.
Instalado ya en nuestro país, Lichi sabía, en el fondo, que Cuba, su corazón amoroso, su delirio, no estaba muerto ni mucho menos, ni distante siquiera: sufría por ello, y porque la isla, sin estar presente, no cesaba de herirlo, y, al mismo tiempo, se entristecía, porque ese país desde hace tiempo daba estertores de muerte: lejos había quedado aquel lugar del que José Lezama Lima escribió: “Nacer aquí es una fiesta innombrable”.
Lichi murió en julio pasado, un día domingo, por complicaciones tras de que le practicaran un trasplante de riñón. En su última columna publicada había escrito: “La eternidad por fin comienza un lunes” (verso de un poema de su padre y título de una de sus novelas). Lichi, pese a todo, tenía esperanza: sin saberlo se había referido a su propia eternidad.
Su ser cubano-mexicano, su muerte y su huella en vida a través de la amistad y las letras fueron los motivos del homenaje que le organizó la pasada FIL. El escritor Sergio Ramírez dijo que la tarde en que murió Lichi, en Managua, se tocó el costado y se percató que una parte le faltaba. “Me prohibiste morir, y por eso estoy aquí”, comenzó diciendo Jorge F. Hernández, para quien Lichi era su “hermano grande”. Así se despidió de él: “Eres, ahora sí, más que nunca, pura literatura Lichi. Tu piel de poeta. Novelista inmenso”. Su hija María José lo evocó: “Papá seguro anda por aquí, llorando. Le gustaba llorar”. Y leyó a su padre, y lo lloró.
Eliseo Alberto no debía todo su dolor, su acendrado dolor a la pérdida de su objeto amado: Cuba –su pasión ad infinitum–, tanto como a las huellas que esa isla le dejó en el cuerpo, en la memoria, en la boca, en su alma habanera. Lichi, con su extraña mezcla de corazón e inteligencia, ese fuego de la pasión que lo consumía, al fin, se fue “a ver la vida” a otra parte.

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