Elegía por Updike

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La muerte de un escritor nos consterna, no solamente porque se trata de uno de los (pocos) miles que hay en el mundo, sino porque nos ofrece la percepción de que todos, incluso ellos, somos mortales. ¿Estoy abriendo la posibilidad de una obviedad? Podría ser. Lo cierto es que todo arte anhela la trascendencia y muchos artistas la inmortalidad, la perduración desde lo cotidiano, desde la simplicidad de la vida, desde el acontecer diario.
Quien aspira a vivir con gran pasión su vida, también lo hace en su arte y en su creatividad, y aporta elementos fundamentales para que se logren los cambios, se realicen modificaciones en las costumbres aceptadas como buenas y normales, y hace de su vida una misión: aquella que irrumpe y hace mella y se convierte en una especie de rebeldía, por ser crítica.
No son mejores (ni peores) quienes hacen algún tipo de arte a cualquiera de los ciudadanos en alguna parte del mundo, sin embargo, el artista se distingue cuando ha penetrado en el pensamiento, en la sensibilidad y en la historia de una nación.
Podría decirse que John Updike (Shilligton, Pensilvania, 1932), quien murió la semana pasada (el 27 de enero) a los 76 años, logró la inmortalidad. Pero también que consiguió que toda una sociedad, primero escandalizada por sus artículos (“…desde 1955 a 1957 fue reportero de la revista New Yorker, donde desarrolló un estilo punzante y sarcástico con el que describía los vicios y virtudes de la vida cotidiana americana…”), sus novelas (“en 1960 publicó la primera novela Corre, Conejo, que más tarde se convertiría en la primera de una serie; en ella aborda la problemática del ‘hombre medio’ a través de su personaje, Harry ‘Conejo’ Angstrom —los otros títulos son El regreso de Conejo, Conejo es rico y Conejo en paz”—), sus relatos o sus poemas, poco a poco le olvidó. Tal vez sus severas críticas a esa misma sociedad fueran el motivo de que se le ignorara con el tiempo.
Se le “permitió” primero la fama universal a Updike, y luego se le abandonó hasta (casi) el olvido.
La muerte de Updike trae consigo la tristeza de que voces críticas se vayan perdiendo definitivamente, voces que, por cierto, ya el mercado del libro no admite, puesto que lo de hoy es la literatura pedestre y con sabor único y artificial: el de la nadería, el de la trivialidad y la falta de crítica social. Por fortuna algunas voces sobreviven.
Fue por cierto el acontecimiento de la muerte del escritor norteamericano y la relectura apresurada de algún libro suyo (buscado a toda prisa en el fondo de los estantes personales), la que nos llevó a una novela publicada un año después que Corre, conejo, y que trata un tema similar: el de la descripción franca del resquebrajamiento de la familia y de la clase media española: La isla (1961) de Juan Goytisolo.
¿Es curiosa la coincidencia o es un azar el que hermana a dos escritores críticos de sus propias sociedades? Ambos autores, alejados pero no desunidos en una clara visión, perciben los mismos problemas esenciales en la década de los 60: vislumbran las mismas cosas y asumen a la vez una voz crítica muy parecida a problemas similares, y ven la rotunda caída —por su propio peso: sus vicios, sus deslices y su arrogancia— de la figura familiar como centro de la sociedad.
Updike y Goytisolo, que pertenecen a una misma generación de narradores, la de los nacidos en los años treintas. Describen los pequeños dramas “y cómodas angustias de una sociedad…”, el primero desde un pequeño pueblo norteamericano, y el segundo desde la capital y sus alrededores, los espacios que visitan los personajes cosmopolitas de Madrid en sus viajes de veraneo.
Pequeños dramas de unas sociedades cínicas y viciosas; los relieves de las relaciones de personajes de una complejidad humana y moral; parejas a punto de divorciarse; affaire entre parejas de casados, infidelidades, cambios económicos, políticos y sociales: resquebrajamiento, en una palabra, del matrimonio, del centro mismo de la sociedad ya variante en desproporción, es lo que narran estos dos escritores que quizás (lo ignoro, pues) nunca se conocieron en persona, pero que vieron a la vez lo mismo en sus comunidades, en su sociedad, en su país, en todo el mundo… y, ambos, para concluir con el cuadro, por sus observaciones críticas, convertidos en autores “raros” y poco leídos, aunque quizás citados porque ofrecen bloof.
De alguna manera estos escritores se han convertido en puentes, en resonancias de sus propios trabajos. Uno lleva al otro. Los dos llevan a un momento de la historia de sus países, y de la historia del mundo. Juan Goytisolo, por fortuna, está vivo y alcanza su merecido reconocimiento después de muchos años de haber sido relegado. John Updike ya murió. Siempre fue un escritor nominado para el Nobel, y obtuvo por alguna de sus obras el Pulitzer, y consiguió en su momento una enorme fama y penetración entre algunos círculos de su país y del mundo. Y tuvo una gran influencia en muchos escritores.
Pese a que durante toda su vida Updike renovó su pulcra escritura, fue terriblemente olvidado, y en los últimos tiempos poco leído. Se convirtió, con el tiempo, en algo que muchos desearían ser: en un “escritor de culto”, de esos que poco se leen, muchos aman, y los pocos entienden; él, que caló hasta lo huesos en la conciencia de toda una nación, con su pensamiento e imaginación críticas, en los últimos tiempos a muchos les parecía una antigualla.

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