El vuelo del sonido

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Hace ya tiempo que el cine incorporó el sonido a su propuesta de imagen. Como toda buena prosa imaginativa, el cine, en su ejercicio narrativo, ha sabido apropiarse del sonido al momento de ligar tomas, encuadres y secuencias (escenas, diálogos, conflictos y desenlace de por medio): “Se puede decir que el verdadero drama musical que Wagner creyó hallar en la ópera –escribió Guillermo Cabrera Infante en Cine o sardina–, está en el cine.” Es decir, el binomio cine y música vino a ahondar las profundidades de la narrativa cinematográfica: y en ese acto de sumergirlas al mismo tiempo, las saca a flote.
Más allá de eso –el sonido en los filmes–, que en sus orígenes se trató de un rudimento –ruidos potentes, arcaicos, incomprensibles–, el cine se fundió para siempre en una simbiosis con la música: al principio, con el fin de ambientar o acompañar filmes que se volvían menos somnolientos con la presencia de un pianista, de dos o tres músicos o de una orquesta entera. Después, con la intención de dotar de un atractivo más a la propuesta fílmica: además de argumento, actuaciones, dirección, efectos de cualquier tipo, se le agregó música: una banda sonora cuyo cometido es establecer un vínculo tripartito (emocional, de comprensión de la historia, de identificación o rechazo con los personajes o de distractor si hay un dolor o tristeza extremos) entre espectador, imagen y música.
Antes de la invención del cine sonoro como tal, en la última década del siglo XIX, los hermanos Lumií¨re incorporaron en sus proyecciones a algunos músicos: saxofonistas y compositores reconocidos de la época, que se dedicaron a elaborar partituras a priori para las funciones. Ese fue el antecedente primero de la irrupción de la banda sonora como tal, que, como parte del paquete de la película, no llegaría sino hasta bien entrado el pasado siglo: a mediados de la década de los años veinte la composición de música específica para los filmes era ya una actividad generalizada, y allá por la de los treinta, después de El cantante de jazz (Alan Crosland, 1927), la banda sonora llegaría para quedarse.
Porque, volviendo a Cabrera Infante: “Ningún arte ha estado tan indisolublemente ligado a otro como el cine a la música.” Y no solamente ligado, sino que uno a otro se han nutrido de tal forma que han llegado a conformar una especie de dúo dinámico tal, que a estas alturas, ¿quién se animaría a negar, por ejemplo, el consistente entramado que hacen de cine y música directores como Theo Angelopoulos, Giussepe Tornatore, Jim Jarmusch y Emir Kusturica, con los músicos Eleni Karaindrou, Ennio Morricone, John Lurie, Tom Waits y Goran Bregovic en La eternidad y un día (1999), Cinema Paradiso (1988), Bajo el peso de la ley (1986), El tiempo de los gitanos (1989) y Underground (1995), respectivamente?
Si el cine necesita tanto de la música como de las imágenes en movimiento, Underground (Érase una vez un país) viene a corroborar esta tesis: el destino de Blacky, Marko, Natalia, el muchacho encargado del zoológico y de la Yugoslavia misma, no podría entenderse sin esas piezas musicales de fondo que casi caricaturizan un filme que hurga en las heridas de un país quijotesco: del nombre de la nación los personajes, como Cervantes, no quieren acordarse, pero sí defienden la ciudad que es el centro de los molinos de viento y de los caballeros que andan a la caza de echarlos abajo: Belgrado. Un simulacro de ruinas y gente desorientada, forzada al escondite o al destierro.
Con el telón de fondo de tres guerras que asolan a un país que acaba devastado y rumia en sus propias heridas: la escena de la mujer vestida de novia que vuela en el sótano donde producen armas para la resistencia (viven ahí hacinados por más de 20 años sin saber que la guerra ya ha terminado), con la banda musical montada sobre un tanque de guerra, da el cerrojazo a una película sin cuya banda sonora tal vez únicamente sería un cúmulo de escenas que no podrían engancharse unas con otras: los nudos argumentales sucumbirían en un hondo desamparo y el filme, como Natalia que baila sobre el tanque, no alcanzaría ese cielo en que no sabe qué brilla realmente.

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