El vértigo borracho

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Confundimos repetidamente la fama con la calidad, la tradición con “lo pasado de moda”, el gusto con las manías, el placer con el gozo y el consumo con el conocimiento de las cosas. Desvaloramos, en todo caso, lo que no otorga prestigio a nuestras vidas, y olvidamos que la novedad no siempre proviene de lo actual, si no de lo que nos provee un vértigo, un salto en la visión.
Tornar el rostro hacia el pasado, en el justo instante en el que gira el disco en el reproductor, nos recuerda la fundamental importancia que tuvieron sobre ellos los abuelos de la música norteña: Los Alegres de Terán (las abuelas son Las Jilguerillas), aquellos que popularizaron la canción que sirvió de tema para la radionovela El Ojo de vidrio; y más se entiende, al escucharlos, la influencia que ellos impregnan todavía en la mayoría de las nuevas agrupaciones que hoy suenan en la radio nacional. Es claro, en todo caso, que son ellos los padres de Los Tigres del Norte, de Carlos y José, del Grupo Pesado, por sólo mencionar a un mínimo de nombres de integrantes de esas, quizá, las últimas voces vernáculas que sobreviven en el gusto de la gente.
Hoy que la música norteña se encuentra en un rango de lo estrictamente comercial, ahora que triunfan algunos incluso entre culturas como la francesa, y son moda, es bueno recordar que aquellos dos seres solitarios se encontraron algún día en una ciudad cercana a la frontera y decidieron unir sus atributos y hacer que en los cielos la voz de Cornelio Reyna (y su exquisito talento para escribir letras de canciones, su singular voz y su bajo sexto) y el virtuosismo de Ramón Ayala (en el acordeón), en aquel tiempo bajo el deslumbrante nombre de Los relámpagos del Norte.
Pero ese nombre se ha nublado y en la actualidad pocos los recuerdan, quizá porque ha transcurrido medio siglo desde que surgieron. A finales de los años cincuenta Ramón y Cornelio se encontraron en una cantina de Reynosa, donde el último tocaba a los babeantes y alborotados parroquianos; Ramón había salido de la colonia Argentina de Monterrey hacia esa ciudad y conversaron. Luego decidieron unirse (¿era 1962?). Fue hasta el año sesenta y tres que tuvieron un primer éxito con “Ya no llores”.
Hay una tibia novela [Idos de la mente. La increíble y (a veces) triste historia de Cornelio y Ramón, de Luis Humberto Crosthwaite], que no les hace justicia, y con relativa emoción narra algunos episodios donde aparecen desvaídos, fantasmales, y nunca logra retratarlos en toda la magnitud vital que exigen los personajes; pero quienes en realidad no conocen a Los relámpagos del Norte (y a sus integrantes) los han dado como reales y ciertos.
Nada más intenso en el caracol de los oídos que “Mi tesoro”, “Idos de la mente”, “Baraja de oro”, “Caminar, caminar”, “Qué tal si te compro”, “Albur perdido”, “Tengo miedo” o “El disgusto”:

Yo se que al verme me muestras disgusto,
y mi presencia te produce enfado,
y te hace daño que a buscarte venga,
y vas huyendo siempre de mi lado…

Un vértigo, un salto, unos relámpagos. Perfectos versos endecasílabos nos arrojan hacia la poesía del Siglo de Oro castellana. Ludismo y anclajes en el lenguaje popular. Lugares precisos. Retratos exactos de la vida. ¿De dónde aprendió Cornelio a escribir de ese modo? ¿Quién afinó a Ramón desde los cinco años? Hay una certeza: el Destino existe. Aquella tarde se encontraron los personajes y dieron diez años de vida y trascendieron en otros. Redovas, boleros norteños, polkas, baladas que conformaron y se hicieron a la luz de unos tragos, los cuales se volvieron iluminación (¿atrevimientos verbales? o ¿iluminación e inocencia?), luces en lo alto: primero luminoso el cielo de Reynosa, luego pintado de una oscuridad en 1972, cuando deciden separarse y ya nunca volver a ser los mismos. Después, la muerte de Cornelio (chafa galán en el cine mexicano al inicio de los años setenta y fallecido en 1997); y la no muy cierta luminosidad del acordeonista, implicado en supuestas fiestas de narcos y arraigado por días. Luz de un acordeón de neón muy relativo: nunca después fueron los mismos, ni lo mismo, ambos.
¿Hay una suerte en cada ser?

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