El valle de los serios

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PANTEON MUNICIPAL DE ZAPOPAN

Vestir la pijama de madera, ver cómo crecen las margaritas desde abajo, irse a tocar el arpa, mudarse al barrio de los pies juntitos y la forma en que se la prodigan algunos, como el reconfortante disparo de Jaime Torres Bodet; el suicidio insólito por las escaleras, como el de Primo Levi y César Pavese, con sus 16 envases de amables narcóticos. La violencia inútil de no tener elementos para seguir siendo, como la del joven Tomás González, que después de regalar flores y un poema, se arroja por una ventana y deja escrito: “Madre, también yo quisiera ser mujer… para sentir en mi interior la necedad terrible de haber traído al mundo a esta bestia maldita”. El corazón a lápiz que José Asunción Silva hizo dibujar a su doctor para disparar su pecho y la punzante nota: “No soy un buen tirador, usted me entiende”. Otros… sólo comparten la causa: plumbosis, como Van Gogh y Francisco de Goya, envenenados por el uso del plomo.
La enfermedad desaparece para siempre en cuanto somos un cadáver. Lo mismo pasa con el ego, el vicio, la presunción. Para otros el misterioso regalo de la fama los encuentra y saben hacerse de la orden final, sin abreviarla, como el comandante Che Guevara, que dice a su verdugo: “Apunte y sostenga firme el arma: va a matar a un hombre”. El resultado de la autopsia: ocho tiros, uno en el corazón.
El sabor de la pistola fría entre los dientes, lo quiso León Artigas; mientras Fabrice Graveraux corta sus venas delante de los amigos y Jens Bjorneboe anuncia su suicidio en un programa de televisión o ese caballo que salvajemente lanza Periclis Yanópulos al mar. Cuando éste ya no pudo avanzar más, se dispara con su propio revólver. Dalí tampoco pudo con su corazón y en 1989, insuficiencia cardíaca es el pase al verdadero mundo surrealista. Hay quien deja con su sangre los versos del ahorcamiento, como Sergei Ensenin: “Otra vez espejo… ¿Para que quiero conciencia?”
Ahí esta el terrible cuchillo clavado en el corazón de Karoline Gí¼nderode, mientras se lanza al Rhin o Thomas Lowel Beddoes, que después de haber perdido una pierna en un intento de suicidio, muere por ingestión de veneno. Se dice que la muerte es la culminación de la vida, que es definitiva, termodinámicamente irrecuperable; por ser la ciencia incapaz de recomponer el proceso homeostático.
El trato del cadáver es importante en todas la culturas. Por ejemplo, Francoise Duvalier, presidente vitalicio de Haití, desde su muerte en 1971, aseguró su cadáver para que no fuese “intervenido” por el vudú y hoy se encuentra resguardado por hombres armados en su mausoleo azul y crema, coronado por una cruz y perpetuamente rodeado de flores frescas, que se levanta en el mejor barrio de Puerto Príncipe, para pretegerlo de los ataques de los bokor (brujos). No la viga donde dejó Wenceslao Rodríguez su cuerpo y su nota; a la luz de un flexo en el desván, introdujo entre sus labios el cañón de una pistola e imaginó el fragor de una sonrisa, ante los pies descalzos de la soledad. Después la noticia de Severino Torres, si se estrelló en un árbol, fue con suma conciencia, porque ya antes había escrito: “Tengo la sensación de haber vivido absolutamente en vano. ¿De qué me han servido los libros, la música, el amor, la poesía? Una amarga carcajada contra un árbol y otra eterna en el infierno”. No es fácil alcanzar el cinismo macabro de Jean Pierre Duprey, que fue hallado sin vida en su taller de París. “Así quise ser yo, así. Y orinarme en los símbolos del mundo”. Tratar de entender porqué Víctor Ramos se autocastra en la cárcel de Nanclares de Oca y se desangra. El tren que tomó a Paula Sinos, mientras el maquinista comenta: “Vi un bulto a lo lejos… creí que era un perro… Frené, pero era tarde… jamás olvidaré su rostro…” Después Héctor Murena bebe la vida, rodeado de cajas de vino, muere en el cuarto de baño de su casa, y sus últimas letras fueron: “Déjate al aspaviento de sus órbitas, abandona tu piel a su mandato”. La estricnina y Mario de Sá, en baile macabro, dice: “el cuerpo que posa, el que me mira, el que envejece al lado de mis cosas… Ese tipo no es yo, no le conozco”. La nieve de París que abrazó a Gérard de Nerval hasta dormir o el balazo en la cabeza de Paco López Merino, sentado en un retrete de un café de la ciudad de La Plata. Escribe: “Esta hora es perfecta para el último hálito”. Leopoldo Lugones quema sus libros; después muere por ingestión de cicuta en la isla del Tigre
Entregaron la conciencia de forma voluntaria, en un segundo. Aunque la muerte es natural, la causa hace la diferencia. Para unos trágica, para otros, irrelevante. ¿Las sensaciones? Infinitas.
Estas últimas palabras muestran la emoción sin maquillaje, la idea, la elaboración de la propia muerte y la bienvenida al Valle de los Serios. Allí no se puede hablar. Tal vez como dijo Antonia Pozzi antes de una sobredosis de fármacos en su casa de Milán: “se acabó el rito”.

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