El tambor la memoria y la tragedia

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Ví¶lker Schí¶londorff en El tambor de hojalata (1979), considera sólo una posibilidad: la del viaje; al viajar se puede carecer de todo, menos de espíritu (para ir adelante) y deseos (para el regreso). El filme, basado en la obra homónima de Gí¼nter Grass (escrita en 1958), en una sucesión veloz de momentos (vida cotidiana) y tiempos (épocas), propone una vista panorámica de la Alemania atrapada entre dos guerras mundiales y los primeros años de la posguerra, a través de los ojos de Oskar Matzerath –¿niño-adulto, enano, gnomo, adulto-niño?– al que no es posible disociar de su tambor colgado al cuello.
A estas alturas se cuentan por cientos las obras literarias llevadas al cine. Más aún, el cine, señala Guillermo Cabrera Infante en Cine o sardina (2001), en un principio se nutrió de la literatura, a través, sobre todo, del teatro. Una vena de la narración fílmica, desde los primeros grandes cineastas –David Griffith en Estados Unidos y en Europa, George Mélií¨s–, se apoyaron en la tradición literaria –obras teatrales, novelas, textos clásicos y poemas–. Ahí está Viaje a la luna (1902), de Mélií¨s, que tuvo como sostén los relatos de H. G. Wells y Julio Verne. Y El tambor de hojalata se inscribe en esta ya añeja tradición.
Grass nació en Danzig, en el periodo de entre guerras, en 1927: cuando tenía 12 años se desató la segunda guerra y a su culminación había cumplido 17. “Sobrecargado” por ese pasado y presente alemanes, escribió El tambor de hojalata (durante una estancia en París, de 1956 a 1959), en una década en la que a los políticos –y a los ciudadanos– alemanes no les gustaba hablar del pasado. Y si hablaban, se referían “a un periodo demoniaco de nuestra historia, en que los demonios habían traicionado al indefenso pueblo alemán. Se dijeron mentiras sangrientas”, le diría Grass a The Paris Review en 1991.
En El tambor…, Grass, habla a sus anchas de ese pasado, lo recompone para el presente, pero pensando, sobre todo, en el futuro. Para él fue importante contarle a las generaciones jóvenes lo que realmente había pasado. Y la literatura alemana de la posguerra contribuyó a lograr ese cometido: las piezas del rompecabezas debían encajar en el lugar indicado, y ese era un trabajo para un visionario. “Una de las mejores cosas que tenemos después de cuarenta años de la República Federal es que podemos hablar de la época nazi”, subrayó Grass. Ese interés por develar el pasado que los jóvenes no entendían, se halla de golpe y de lleno en El tambor…: el autor corre la cortina de a poco y a ratos la imagen es desbordante. Oskar contiene y, a la vez, detona el pasado alemán.
Si la visión del cine está en los ojos del que mira, el filme de Schí¶londorff, a través del personaje de Oskar –pero sobre todo de su memoria–, sintetiza el pensamiento alemán después de la primera guerra y más allá de la segunda: la memoria, paradójicamente, al deshilvanar los hechos pasados da paso al olvido, pues el olvido aleja el dolor, y el pueblo alemán ruge por quitárselo de encima.
Schí¶londorff sigue una línea determinada de tiempo para contar la historia. En la novela, Oskar va de una época a otra ayudado de su tambor –a éste le pregunta continuamente sobre su pasado, y el pasado de los suyos–; el tambor es la herramienta de la memoria: trae el pasado al presente y, al mismo tiempo, lo desvanece. Un juego de tiempos que no se limitan a la cronología: no existen uno tras otro, sino en la simultaneidad.
Schí¶londorff apuesta por la metáfora para plantarle cara a la tragedia: si la memoria, a través de Oskar, es el leitmotiv que lleva el filme adelante, la tragedia una y otra vez lo jala hacia atrás, hasta ese momento en que tras el alumbramiento, Oskar decide que preferirá el tambor de hojalata que su madre prometió darle cuando cumpliera tres años y no la tienda de ultramarinos que su padre pretende dejarle. Cuando éste muere, Oskar decide deshacerse del tambor y reiniciar así su crecimiento.

El tambor de hojalata
Domingo 27 de noviembre, 20:00 horas
Cineforo de la Universidad de Guadalajara

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