El solitario triunfo del campeón

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Parecía un hombre derrotado. Su brazo más que elevarse al cielo impulsado por el triunfo, colgaba como un jamón en el garfio imaginario del réferi. Ahí estaba un boxeador con la frente abierta y el temor en la mirada.
Un día antes, en la ceremonia del pesaje, Marco Antonio Barrera se paseaba como un campeón que se toma un descanso de los tediosos entrenamientos. Con sandalias de piel, camisa brillante (unas amazonas sostenían sendos báculos luminosos sobre las letras bordadas “Ed Hardy”), tímido y cargado de hombros, la furia contenida, la tormenta que descansa… caminaba por el gimnasio y sonreía a los celulares que lo retrataban. Los boxeadores tienen un gesto estudiado —construyen su efigie—, suben un puño que simula un golpe y entornan el rostro en una mueca desfigurada, una sonrisa que parece falsa, no por el cinismo sino por la conciencia de la propia muerte. El rostro de Barrera tiene una seña particular, es una cicatriz debajo del ojo derecho que se asemeja a una cuchillada. Así, inmóvil, el peleador levanta el puño y luego saluda con un débil apretón de manos. “Suerte mañana, campeón”, es lo único que alcanzo a decir antes de que se pierda en otras manos y otras fotografías.

Un whisky de 150 pesos
El cubano Freudis Rojas bajaba los escalones como un hombre condenado. El escenario azul reflejaba las poderosas luces del auditorio Telmex. El boxeador se dirigía a un patíbulo de cuatro esquinas. Sus acompañantes se esforzaban por demostrar entusiasmo. Debajo del albornoz se movía una sombra temerosa. No hay exhibición en este deporte, cualquier pelea puede ser la última, es importante saberlo, aunque se haga por dinero.
Freudis Rojas no debía estar ahí, sus pies lo arrastraban contra su voluntad. Todavía en el semanario Ahora en el boxeo, publicado ese día (31 de enero), aparecía el nombre del dominicano John “Johnny” Nolasco como el contrincante de Marco Antonio Barrera, en la pelea principal de la función llamada “Orgullo nacional”. Los manejadores de Nolasco afirmarían días después a los medios que el entrenador Jorge Barrera (hermano mayor de Marco) había tratado de arreglar la contienda para que el dominicano cayera antes del cuarto episodio. Por aparentes problemas de visado de Nolasco se eligió a Rojas como el sustituto.
Y ahí estaba él en medio del ring, movía los brazos, nervioso, mientras el sonido local emitía el “Son de la negra”. El tres veces campeón mundial bajaba las escaleras arropado por el borracho amor de los aficionados… y gritaban los promotores y aplaudían las mujeres de uñas descomunales y los mánagers sonreían y aullaban los apostadores y los vagos de banqueta tomaban fotos y los narcos daban grandes tragos a sus Buchanan’s de 150 pesos el vaso…
Freudis Rojas es el hombre más solitario del mundo en este momento. Piensa en sus recursos, reconoce cada músculo de su cuerpo, cuenta los segundos que faltarán para recibir el primer uppercut del boxeador que convirtió el estilo “agresivo-técnico” en una metáfora de triunfo y destrucción.
El campeón sube al cuadrilatero, y dando la espalda a su contrincante, levanta las manos y saluda al público que lo vitorea.

Un malísimo Jean Genet
Norman Mailer llamaba a esto “la escenificación del pesaje”. Todo parece traspuesto. El médico viste como rufián de barrio; los familiares actúan como padrinos de boda; los promotores fueron sacados de un viaje en ácido de los hermanos Almada… las esposas cuchichean; los hermanos dan consejos, hablan de “funciones” y “negocios…” el campeón se quita la camisa y sube a la báscula: controla los plomos con la mirada. En el boxeo cada gramo cuenta, no puede haber ventajas. La báscula es una espada de Damocles que se erige perfecta en su equilibrio, el peleador contiene la respiración: 63 kilos 500 gramos para Marco Antonio Barrera. Todos aplauden, aprueban el peso del gladiador.
En la breve conferencia de prensa, Barrera se muestra confiado. Aunque se acaba de enterar del cambio de rival no deja de sonreír. ¿Temor?, no. Un Poco de incertidumbre tal vez. No le gusta pelear contra adversarios que nunca ha visto boxear. Aunque no conoce a Freudis Rojas espera hacer una buena pelea. ¿Piensa en la contienda ante Amir Kahn el 14 de marzo en Inglaterra? No, primero esta pelea, después, lo que sigue. ¿Quiere ser campeón por cuarta vez y emular a “Mano de Piedra” Durán?, sí, es lo que quiero. Hay resignación en sus palabras, no pudo cambiar la pelea por el campeonato, Don King ya había arreglado todo, será en Londres… Don King, sí, quién no lo conoce, un tipo fantástico, ¡qué peinado!, loco por los diamantes y las túnicas africanas con colgantes de oro, antiguo rey del juego ilegal en Cleveland, estuvo en la cárcel cuatro años por matar a un hombre en una riña callejera, un iluminado, el Rey Midas del boxeo, Hunter S. Thompson lo describió alguna vez como “un malísimo Jean Genet…”
Mientras Barrera se aleja con sus familiares, su padre se rezaga. Lleva una niña en brazos. “Cuál es el mejor golpe de su hijo”, le pregunto, sonríe, piensa unos segundos: “Tiene varios, pero probablemente el uppercut, lo da como muy suave y de repente… ¡pum!”.

El silencio líquido del knock out
Después de algunas peleas entretenidas (las mujeres y los jóvenes boxeadores no se guardan nada) llega el encuentro estelar. El alcohol vuelve eufóricas las conversaciones, los perfumes dulzones contrastan con el olor rancio del ring. La pelea comienza y Marco Antonio Barrera tira algunos golpes sin mucho convencimiento. Freudis Rojas elude los contactos y al primer cross de derecha que pasa cerca, sujeta a Barrera y provoca un clinch. El réferi los separa y se reanuda la lenta cacería. Durante todo el primer asalto Barrera no pasa de algunos jabs, mientras el púgil cubano se mueve todo el tiempo y hace pocos intentos por acercarse. Parece la coreografía de dos bailarines con sobrepeso. Los asistentes se impacientan, después de todo pagan para ver la lucha de dos hombres con “prodigiosas facultades naturales para el arte de desmadrarse entre las doce cuerdas” (Ricardo Garibay dixit).
Las mentadas llegan antes que la campana señale el final del primer asalto.
El segundo round muestra más ímpetu de Barrera. Alcanza un par de impactos rectos en el rostro asustado de Rojas. Pequeñas explosiones de sudor, los golpes suenan como toallas mojadas. El público aplaude pero se arrepiente de inmediato. Continúa la danza aburrida. Barrera no logra conectar un solo uppercut, es más, ni siquiera lo intenta. Y a pesar de todo se percibe por momentos la velocidad del campeón, sus puños rompen el aire, son casi imperceptibles al ojo humano. Un guepardo… la furia quiere asomarse, pero se contrae. El rostro del capitalino luce ensimismado. Los movimientos del púgil son la extensión de su dolor. Sin golpes no hay box, sólo sombras bailando bajo la luz demencial del escenario.
Todos esperan lo peor. La sabiduría del público es infinita. Cuando salta al ring la chica un poco pasada de peso y con el número “3” por lo alto, los expertos señalan un mal presagio: Si la chava del cartel es fea, el round será terrible. Viejos conocedores de barrigas flácidas y ojos vidriosos avientan máximas como quien expele eructos. “Para guangas en mi casa” grita un hombre que lo más seguro es que no tenga a nadie que lo espere en casa. El público se impacienta, el público sabe lo que pasará…
Comienza el tercer asalto. Unos cuantos intentos fallidos, Barrera se muestra condescendiente, aunque en el fondo espera conectar un buen golpe y acabar con esta pesadilla. Barrera carga sus triunfos como un fardo. Un viejo Cid que acude a su último combate ya muerto. Rojas decide terminar con su trance y le da un cabezazo que parece accidental. Barrera sangra, tiene un corte en la frente. Esta imagen despierta su ira, demasiado tiempo contenida. Va hacia su esquina y el doctor lo revisa. No puede seguir, Barrera dice no con la cabeza.
Cuánta similitud con los últimos encuentros de la otrora gloria del boxeo mexicano, Rubén Olivares “el Púas”. Ambos inmersos en un escándalo por una pelea, aparentemente arreglada, como preámbulo para su última gesta mundial. Para “el Púas” fue un flan de encargo tailandés llamado Page Lupicanete. Para “el Barreta” fue el sparring cubano Freudis Rojas…
Sin embargo, hay un ganador efímero. El réferi levanta el brazo muerto de Barrera mientras el público al unísono grita: “¡Fraude!”, “¡Fraude!”.
Yo no veo a un boxeador, veo a Sísifo cargando sus guantes como dos piedras. Porque la gloria pesa y algunas veces el silencio líquido del knock out es una nada más deseable que el frío triunfo, que el solitario triunfo del campeón.

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